sábado, 13 de mayo de 2017

Home, sweet home


Llegué a casita de noche, a la hora en que el chucho se vuelve loco por regalarte mecheros, pañuelos de papel, un bolígrafo o el billete de 20 euros olvidado en la mesita de centro. Mientras desmonto la maleta, escucho como Rosa discute con su hija por el misterio del agua desaparecida de la jarra y me entra sed. Sólo encuentro cerveza y entonces, llega la gula. Son esas cosas raras que, a veces, pasan. Es ver una cerveza y tengo que comer así que ataco al fuet, al queso y a la cecina y, mientras la lavadora está con su "mio, mio, mio", me descalzo y dejo que me sirvan. Nunca sabes lo que echas de menos tu sofá hasta que lo catas y, la verdad, como el que tiene tu medida cular, ninguno.
Desde luego, estoy en casa. Cómo no saberlo tras escuchar, por tercera vez, la cisterna del vecino. Un sonido como una huella dactilar y es que, como la cisterna del vecino, ninguna. Durante el traspaso de lavadora a secadora, tengo la oportunidad de saber que, Jaime, el del cuarto de enfrente, cenará calamares a la romana. Bea y Román, salchichas, otra vez. Que la adolescente del primero, quiere salir y no la dejan. La justicia vuele a ser mentada, para su satisfacción. Seguro que mañana me la encuentro adraculada, con los tacones en la mano. Porque, ésta, sale.
Y es que son complicados los regresos, las vueltas a las rutinas y no por el jet lag, que también, sino por la desubicación. Uno escucha, ve, huele, toca, come, pero a la cabeza le cuesta, algo más, regresar y  tras escuchar la tormenta y el granizo que la precede, a pesar del terrible dolor de caderas por los muchísimos kilómetros y la edad, que empieza a fastidiar, me enfundo el desinfectado traje de aguas y hago lo que más me gusta del mundo mundial: pasear de noche.
La ciudad se sosiega, el gentío se esconde entre sábanas y teles, los mozuelos se apelotonan en discotecas y bares que sirven alcohol metílico. Es el momento en que las baldosas se deslosan, se estiran, se trampean para escupir al viandante confiado, como nosotros. Escupir, cabronas, escupir, que os mando a Pieter y su sierra mecánica y sabréis lo que es bueno.
La lluvia nos da un respiro, tan sólo quedan los destellos de una tormenta que se aleja. El ruido de los relámpagos se amortigua con el camión del ayuntamiento. Cuatro tios recogiendo colchones, un sofá de piel negra con los cojines abiertos y tan chorreantes que parecen una fuente. Los cajones de un mueble de salón, parecido al de la abuela que era más ataud que lucidor de cristalería, libros o tele, semejan piscinas para enanos. Hacia el norte, la carretera se empina y se puede ver el asfalto mojado, cristalino, reflejando el rojo y verde de los semáforos. Ya ha llegado el imbecil, el del coche deportivo chirriando rueda, tentado a ser carne de donante. Es que algunos, al lado de los cedeses del "chunda chunda", deberían llevar una analítica completa, para ir adelantando trabajo. Subimos y el agua baja, como hacen los salmones volviendo al lugar de nacimiento. Me duele la rodilla, de nuevo. Mañana tendré que acercarme al fisio, a ver si me recompone o, de lo contrario, que me pega un tiro, por compasión. Al llegar arriba, (esta maldita ciudad es un electrocardiograma), escuchamos a los rumanos en la zona peatonal. "Un euro, amigo, dame un euro para un café", la retahíla de todos los días. Dos patrullas de policía los vigilan de cerca. Cuatro tipos con pistolas, porras y esposas para controlar a 6 rapaces de entre 15 y 18 años. Ay, dios! Y el cajero del BBV, está estropeado. La farmacia y su cola de emparaguados, una decena más o menos, esperando para comprar leche infantil o ese medicamento tan urgente. Han abierto otra tienda de móviles: Vodafone, reluce entre el eco de las risas de los mocitos, eco que desaparecerá en pocas horas, cuando vuelvan los repartidores de pescado, los de fruta y verdura del mercado. El pepsicolero, el panadero. Manolito, el de los churros, es el único bar que se mantiene abierto. Intentamos comprar tabaco, pero la repetición de un partido nos aleja como alma que lleva el diablo. El chino, tiene unas deportivas monísimas y a muy buen precio, tal vez me acerque mañana. Ya veré. Al doblar la esquina, están agauditando la entrada del tunel y el sindicato mantiene la pancarta del uno de mayo, empapada y a la que le faltan letras "Mani estación d 1º de Mayo. Lunes. 12 h.  La oblada" Doblada está mi cadera izquierda, que me hace cojear. Será mejor volver cuanto antes, a pesar de la felicidad del perro, al que le encanta mojarse. Arrecia la lluvia, de nuevo, y nos guarecemos bajo el voladizo del supermercado. La paleta de cerdo estará mañana rebajada. También tendré que venir.
Es posible que sea cierto que no haya nada mejor que lo de uno pero, a pesar del chino, de la paleta, de la tranquilidad que se respira, de que la tintorería hace milagros con las manchas y la suciedad, aparece la carita de Nuk en su cumpleaños y mi ropa sigue oliendo a humo. 

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