En
cuanto tuve consciencia de futuro, quise viajar. Cualquiera que
preguntase qué sería de mayor escuchaba lo mismo, turista. La
responsable fue la bola del mundo, plástica y con relieve, que me regaló
la tía Manolita. Era mediana, azul, amarilla y naranja, insertada en un
mini trípode metálico. Sabía que la Tierra era en su mayor parte agua,
lo había estudiado en las clases de doña Tecla y sus gafas en la punta
de la nariz, pero verlo representado en aquella circunferencia
chirriante, me encantaba. La puse en un lugar de honor, entre la
barriguitas negra y la china, delante de las postales y las fotos de
Guinea. El óxido y la rigidez aparecieron por efecto de la bañera y mi
hermano mayor, que debía dar realismo al madelman submarinista, empleado
de Cousteau. Me gustaba encontrar ciudades e imaginar cómo se viviría
en ellas. Lo que más me atraía era Nueva Zelanda, por lo alejado y
porque, en una ocasión, vi a uno que decía ser presidente del país
ataviado con camisa, corbata, pareo y chancletas; tuve la impresión que
allí, en aquel lugar la vida debía ser realmente placentera. Todas las
semanas santas, navidades o veranos me moría de envidia viendo imágenes
de gente con maletas, subiendo a aviones y trenes camino de un sueño
imposible, ya que mi madre siempre decía lo mismo: "Eso es para ricos".
Era frustrante ver la cantidad de ricos que había en el mundo y que la
maldita suerte me dejase caer entre los que no lo eran. Se me metió
entre ceja y ceja lograr salir, algún día, de aquel barrio. Soñaba mi
vida migrando a Bolivia o Mongolia, descubriendo tierras vírgenes,
adentrándome y perdiéndome en el Amazonas para aparecer, años más tarde,
jubilosa y adulta. En mis sueños no había compañeros, tan sólo viajes
solitarios ya que mi sociabilidad dejaba mucho que desear y abarcaba de
compañeros de clase, entre los que no encajaba, a una casa repleta de
hombrecitos con privilegios que a mí se me negaban, por ser la única
fémina. Me anoté mil veces en las listas de intercambios escolares,
tantas como mi madre se había negado a ellos ya que en su mente estaba
mal visto que una señorita se moviese sin tutela paterna o, al menos,
fraterna (durante años odié la palabra "señorita"). No fue hasta
mi entrada en la adolescencia cuando obtuve una furtiva y lejana promesa
de viaje. Me agarré a ella como una certeza convenciendo a mi padre
para la autorización de un pasaporte. Ahorré, callé, consentí y empeñé
toda mi seducción en que aquellos, no tan desconocidos, cumpliesen lo
prometido y sí, pude, aunque mi madre quiso dejar patente su negativa
prohibiendo a todos una despedida de aeropuerto. Nunca supo cuánto
agradecí aquello que formaba parte de las ensoñaciones de lo que, para
mí, suponía viajar: soledad, sosiego, libertad, lejanía, olvido,
ya desde la puerta de casa. Me fui a Oporto y de allí a París,
acompañada por una prima lejana y su novio. Entre los tres no llegábamos
ni a la edad de jubilación, pero nuestra actitud quería distar de la
"novatería" y la imagen del pueblerino que viaja por primera vez por
Europa. No lo conseguimos. Pertrechada con mi cámara al cuello, mochila y
visera azul, fotografiaba todo lo que veía, acabando con el carrete de
36 en los primeros 20 minutos. Una gaviota en París, foto; un perro con
tres patas, foto; un insecto polilingüe, foto; sombras, estelas,
nubes... Ocho carretes en 3 días, fue el balance total, carretes que
menguaban mi presupuesto en comida y que jamás fueron revelados por la
escasez de mi economía. Aquella primera sensación fue el descubrimiento
de una pasión, el camino por el que debería transcurrir mi vida, el
objetivo. Aquello que nadie podía saber para que no se truncase, pero
tan cierto y nítido como el latido de mi corazón. Aproveché cada
excursión, cada salida extraescolar, cada actividad que me proporcionase
un ingreso mínimo para llenar la caja de zapatos que escondía en mi
armario y así transcurrieron los años vendiendo helados, rifas, bollos
de leche, bocadillos en los recreos, dando clases de apoyo... sin
olvidar mis notas escolares, que debían ser perfectas para evitar
cualquier negativa.
A los 16 años empecé a salir con uno de 20, un venezolano que decía tener pozos petrolíferos y ranchos con caballos. No sabía si aquello era cierto o no, tampoco me importaba, lo que sí tenía era un MG azul celeste descapotable en el que me venía a buscar a la salida del instituto y eso me hizo algo popular cara a los cursos superiores. El muchacho trabajaba en el puesto de la Cruz Roja de la playa y nos transportaba de Samil al Bao en una barca neumática. Era guapo, atento, buscado y se había fijado en mí, "la bicho", y el día que se acercó y me contó que le gustaba, me dejé querer. Era agradable, mucho, ser mimada y el foco de atención de alguien. Fue lo que se llama mi primer novio oficial, de los de besar y dar la mano, los de tocar culo y manosear, pero yo era muy inocentona, entonces. Recuerdo el primer beso con lengua... asqueroso. Sabía a cenicero y no entendía qué hacía aquella lengua dentro de mi boca, era como si buscase algún trozo de carne perdido entre las encías, pero tampoco me atreví a decir nada, él era mayor, debía saber lo que hacía. Aparte de manosearnos, besuquearnos, pasar el mejor verano de mi adolescencia y pasear en descapotable, salíamos con algunos de sus amigos y, entre ellos apareció un rubiaco impresionante, bigardo, delgado, simpático, el tipo al que mejor le han quedado unos tejanos que he conocido en toda mi vida. Era un alumno de intercambio y alguno lo había traído para su exhibición y ¡ay, que viva Europa y sus regiones!. Nunca tuve mucha idea de nada, pero sí decisión y, desde el primer instante, decidí exprimir a aquel anuncio de Fa. Todo él era perfecto, hasta su diente torcido que brillaba más que todas nuestras dentaduras juntas. Por desgracia, no fui la única que se dio cuenta. Cuanto cromosoma "xx" pululaba por allí comenzó a enderezar la espalda hasta el dolor con la misma intención, ser vista. El muchacho, seguramente educado en un colegio carísimo, se comportó y pareció no darse por aludido, con lo que ganó más puntos, si cabe, ya que yo sabía que la rectitud de la espalda no estaba entre mis fuertes, ni la longitud de mis cabellos o mis labios de fresa y dientes de marfil, así que decidí hacer lo que mejor sabía: ni puñetero caso. Por alguna razón, el grupo se redujo de 12 a 6 personas, quedando como única representante femenina e imagino que, resultado de mi desinterés, tanto novio oficial como guapérrimo se empeñaron en hacerme la vida más alegre blindando tanto mi derecha como mi izquierda. (siempre me ha gustado la psicología inversa, aunque la desconociese). Comenzó a hablarnos de su país, Islandia, de su vegetación, sus costumbres, su casa, las ballenas, las auroras boreales... me quedaba embobada escuchando aquella media lengua casi incomprensible, viendo las fotos de los volcanes y el hielo, del ayuntamiento, del parlamento... era un país de casa de muñecas, semi desierto, esperando ser descubierto por mí y me salieron solas, sin yo querer, la palabras mágicas: "¡quiero ir!". Sorprendentemente, les pareció una buena idea a ambos, comenzando unos planes que se cumplirían al año siguiente, tras su vuelta. Nosotros compraríamos los billetes y de la estancia se encargaría él. Intercambio de teléfonos, direcciones y un objetivo: Islandia's 91 entre un rubio y un moreno. No sonaba mal, nada mal. Pero el sol sale a diario y en él se producen tormentas cósmicas cuyas ondas crean esa danza de luces celestiales, pero también cambios irremediables. Un año es demasiado tiempo cuando no hay amor y tras el verano llega el invierno y la capota del MG tenía goteras, así que dejé a mi secreto novio oficial para centrarme en buscar dinero bajo las piedras y pagar el pastizal de aquel futuro billete de avión. Comencé una correspondencia casi obsesiva, porque necesitaba saber si la nueva situación podría cambiar los planes del viaje. Su primera respuesta fue la llave que forjó no solo mi admiración, si no mi amor hacia el Adonis. El año pasó lentamente, entre búsquedas de excusas creíbles, libros, revistas, guías de viaje que me hablasen del país y me diesen una idea de cómo hacer la maleta y cartas semanales a 33 pesetas el sello. El problema, con el que no contaba, apareció en el aeropuerto. Mi ex oficial también mantenía su candidatura y rubiales se alojaría en su casa los días que estuviese en España. Durante la primera semana de estancia del islandés en España, tuve la certeza de que mi sueño acababa, ya que nuestra separación no había sido amistosa y un viaje a tres no era viable, pero una turbulencia en la fuerza cambió mi suerte y el terrateniente venezolano decidió cabalgar por otros desiertos en busca de amor y dejarle el campo libre al rubio de mis ojos. Tras diez horas de vuelo y un besazo que produjo un terremoto interestelar. Llegué a Islandia cautiva, desarmada, vencida y feliz. Los 15 días iniciales se convirtieron en 30 y sabía que no había excusa que me salvase cuando volviese a casa, más cuando mi tardanza también dejó al descubierto que la que había utilizado para hacer el viaje, era falsa. Pero quien regresaba ya no era yo, había descubierto demasiadas cosas, demasiadas carencias, demasiados demasiados por los que no quería volver a pasar y tras un broncazo del 15 terminé como volví: con mis maletas fuera de aquellas cuatro paredes, sin pesar, pero sin lugar donde dormir. Me dejaron un hueco de buhardilla para aquella noche y un teléfono para decir que había llegado y, como la vida da paso a más vida, solo tuve que buscar un avión que me llevase de vuelta a un lugar cálido: el país del hielo. Encontré una nueva madre, un nuevo idioma, la catapulta perfecta para lo que había planeado pero, esta vez, en compañía.
A los 16 años empecé a salir con uno de 20, un venezolano que decía tener pozos petrolíferos y ranchos con caballos. No sabía si aquello era cierto o no, tampoco me importaba, lo que sí tenía era un MG azul celeste descapotable en el que me venía a buscar a la salida del instituto y eso me hizo algo popular cara a los cursos superiores. El muchacho trabajaba en el puesto de la Cruz Roja de la playa y nos transportaba de Samil al Bao en una barca neumática. Era guapo, atento, buscado y se había fijado en mí, "la bicho", y el día que se acercó y me contó que le gustaba, me dejé querer. Era agradable, mucho, ser mimada y el foco de atención de alguien. Fue lo que se llama mi primer novio oficial, de los de besar y dar la mano, los de tocar culo y manosear, pero yo era muy inocentona, entonces. Recuerdo el primer beso con lengua... asqueroso. Sabía a cenicero y no entendía qué hacía aquella lengua dentro de mi boca, era como si buscase algún trozo de carne perdido entre las encías, pero tampoco me atreví a decir nada, él era mayor, debía saber lo que hacía. Aparte de manosearnos, besuquearnos, pasar el mejor verano de mi adolescencia y pasear en descapotable, salíamos con algunos de sus amigos y, entre ellos apareció un rubiaco impresionante, bigardo, delgado, simpático, el tipo al que mejor le han quedado unos tejanos que he conocido en toda mi vida. Era un alumno de intercambio y alguno lo había traído para su exhibición y ¡ay, que viva Europa y sus regiones!. Nunca tuve mucha idea de nada, pero sí decisión y, desde el primer instante, decidí exprimir a aquel anuncio de Fa. Todo él era perfecto, hasta su diente torcido que brillaba más que todas nuestras dentaduras juntas. Por desgracia, no fui la única que se dio cuenta. Cuanto cromosoma "xx" pululaba por allí comenzó a enderezar la espalda hasta el dolor con la misma intención, ser vista. El muchacho, seguramente educado en un colegio carísimo, se comportó y pareció no darse por aludido, con lo que ganó más puntos, si cabe, ya que yo sabía que la rectitud de la espalda no estaba entre mis fuertes, ni la longitud de mis cabellos o mis labios de fresa y dientes de marfil, así que decidí hacer lo que mejor sabía: ni puñetero caso. Por alguna razón, el grupo se redujo de 12 a 6 personas, quedando como única representante femenina e imagino que, resultado de mi desinterés, tanto novio oficial como guapérrimo se empeñaron en hacerme la vida más alegre blindando tanto mi derecha como mi izquierda. (siempre me ha gustado la psicología inversa, aunque la desconociese). Comenzó a hablarnos de su país, Islandia, de su vegetación, sus costumbres, su casa, las ballenas, las auroras boreales... me quedaba embobada escuchando aquella media lengua casi incomprensible, viendo las fotos de los volcanes y el hielo, del ayuntamiento, del parlamento... era un país de casa de muñecas, semi desierto, esperando ser descubierto por mí y me salieron solas, sin yo querer, la palabras mágicas: "¡quiero ir!". Sorprendentemente, les pareció una buena idea a ambos, comenzando unos planes que se cumplirían al año siguiente, tras su vuelta. Nosotros compraríamos los billetes y de la estancia se encargaría él. Intercambio de teléfonos, direcciones y un objetivo: Islandia's 91 entre un rubio y un moreno. No sonaba mal, nada mal. Pero el sol sale a diario y en él se producen tormentas cósmicas cuyas ondas crean esa danza de luces celestiales, pero también cambios irremediables. Un año es demasiado tiempo cuando no hay amor y tras el verano llega el invierno y la capota del MG tenía goteras, así que dejé a mi secreto novio oficial para centrarme en buscar dinero bajo las piedras y pagar el pastizal de aquel futuro billete de avión. Comencé una correspondencia casi obsesiva, porque necesitaba saber si la nueva situación podría cambiar los planes del viaje. Su primera respuesta fue la llave que forjó no solo mi admiración, si no mi amor hacia el Adonis. El año pasó lentamente, entre búsquedas de excusas creíbles, libros, revistas, guías de viaje que me hablasen del país y me diesen una idea de cómo hacer la maleta y cartas semanales a 33 pesetas el sello. El problema, con el que no contaba, apareció en el aeropuerto. Mi ex oficial también mantenía su candidatura y rubiales se alojaría en su casa los días que estuviese en España. Durante la primera semana de estancia del islandés en España, tuve la certeza de que mi sueño acababa, ya que nuestra separación no había sido amistosa y un viaje a tres no era viable, pero una turbulencia en la fuerza cambió mi suerte y el terrateniente venezolano decidió cabalgar por otros desiertos en busca de amor y dejarle el campo libre al rubio de mis ojos. Tras diez horas de vuelo y un besazo que produjo un terremoto interestelar. Llegué a Islandia cautiva, desarmada, vencida y feliz. Los 15 días iniciales se convirtieron en 30 y sabía que no había excusa que me salvase cuando volviese a casa, más cuando mi tardanza también dejó al descubierto que la que había utilizado para hacer el viaje, era falsa. Pero quien regresaba ya no era yo, había descubierto demasiadas cosas, demasiadas carencias, demasiados demasiados por los que no quería volver a pasar y tras un broncazo del 15 terminé como volví: con mis maletas fuera de aquellas cuatro paredes, sin pesar, pero sin lugar donde dormir. Me dejaron un hueco de buhardilla para aquella noche y un teléfono para decir que había llegado y, como la vida da paso a más vida, solo tuve que buscar un avión que me llevase de vuelta a un lugar cálido: el país del hielo. Encontré una nueva madre, un nuevo idioma, la catapulta perfecta para lo que había planeado pero, esta vez, en compañía.
Tras el aprendizaje de lenguas, amores y universidades, "he despertado esta mañana siendo una madre, de esas que deben ser guía, dar
respuesta, estar presente, curar heridas y calmar rabietas. De las que saben explicar el funcionamiento de la Tierra y conocen los
elementos. Siento pánico. Yo no soy eso, jamás quise
eso, no es tiempo de eso, pero no lo pensé mientras mi barriga crecía y
crecía. Mi vientre y mi cabeza eran dos entes inconexos, independientes
pero, ya no: el bulto se ha convertido en una cosa minúscula, que
se muev y llora, que se rompe con la simple contemplación y esto, ahora, depende de mí. Ella, mi nueva madre, dice que lo haré bien, que lo
amaré pero yo solo tengo ganas de llorar por mi idiotez, por mi
inconsciencia, por haberme dejardo llevar por sus palabras cálidas. Quiero terminar
mis estudios, viajar, conocer, empaparme de una vida que
acabo de descubrir y se acaba de truncar. Aunque me dijo que lo
cuidaremos entre todos, que podré hacerlo todo, que sabré asumirlo todo,
porque soy fuerte, yo sé que no. He escuchado tantas veces esa palabra que me
rechinan los dientes, porque mi fortaleza no existe más que en actitud, soy un enorme agujero negro. No sé nada, hacer nada, dar nada,
sólo recoger. Intenta tranquilizarme con palabras como "observa", "espera",
"ama y saldrá solo" y la creo pero ahora he caído en que, durante
16 años, esperé a que, aunque tan solo fuese en el instante de
mi nacimiento, me hubiera amado la que durante años llamé mamá. Porque decía que me amaba, pero ahora sé que nunca fue cierto ¿Y si se repite
la historia? Tal vez tenga algo que ver con la genética ya que aquí todos se abrazan, besan, acompañan y nunca fue así con los otros. Ella, la de aquí, la nueva, me cuenta que en mí hay amor, que se lo he demostrado y que, aunque no lo sepa, amaré a este renacuajo porque él ya lo
hace, pero soy incapaz de distinguir amor de necesidad Porque creo
que amo a mi nueva familia, que me acogió y levantó en su día y a los cuales necesito como el agua
porque si no me ahogaré, irremediablemente, en mi propia inmundicia,
esa que me viene de serie a través de la biología. Ahora, seguro que esperan a que haga lo mismo con esto, este nido de vómito y calor y no sé si podré, si
sabré, si me equivocaré. Estoy en un buen lío, esto
no puedo devolverlo, ni tirarlo, ni romperlo. No puedo atarlo al hórreo y
esperar a que ladre para darle de comer. Esto es un trozo de mí y un
día deberá valerse por sí mismo y no quiero inculcarle mi miedo, no
quiero ser su verdugo. Y si lo hago mal ¿dejaran de quererme? Tal vez pueda volver a huir y dejarlo aqui, con ellos. Si
no me conoce no le faltaré y sé que estará bien cuidado, será feliz, como
lo he sido, como lo soy yo. Podré ir a otro lugar, a otro país, a Mongolia, tal vez, o
a Nueva Zelanda a caminar con pareo y chancletas y de allí a otro
y a otro y otro más y podré trabajar de camarera o de traductora,
repartiendo pizzas o de meteoróloga. Quizás deba sentarme y pensar,
esperar a hablar con él".
Decidí
no hacerme meteoróloga, hablar del tiempo nunca me ha parecido
divertido. Lo de ser camarera... bueno, es que se me caen las bandejas y las
pizzas prefiero comérmelas a servirlas. Para traducir, me quedo donde estoy e
intento hacer comprender a conocidos, amigos y foráneos, qué quiere decir este rubio loco con su mezcolanza idiomática y aprovechar para gritarle al mar desde la puerta
de casa, cuando me agobio.
Hablé con mis dos vikingos durante algunos años, crecimos, aprendimos, viajamos, descubrimos y nos amamos. La vida del enano me supuso un continuo aprendizaje. Me di cuenta que ella tenía razón, que podía, que sabía y que el miedo solo da paso al pánico y el pánico...a la muerte, la de mi niño. Y cuando ocurrió, cuando la eligió, me llenó de dudas de nuevo, volví a preguntarme si aquella decisión no tendría que ver con lo que le mostramos, si no vio demasiado siendo tan joven. Si aquellos maravillosos ojos grises, aquella cara tan dulce, aquella cabeza imparable, habría asimilado que son, los llamados cuerdos, los que están locos y me reconcome por dentro no haberme dado cuenta, a tiempo, de su sufrimiento. Me pregunto, también hoy, si puede ser cierta, si existe esa conexión mágica entre madre/feto de la que hablan. Si, por casualidad, en algún momento, supo de mis primeros miedos, del pavor que me produjo su nacimiento, del pánico a fastidiarlo todo. Si aquel terror, finalmente, ha sido quien lo ha llevado a terminar con todo. Me sigo preguntado, sólo a veces, si cuando lo hizo sabía lo muchísimo que lo quería, y sobre todo, si sabía que sin él volvería el agujero negro y el mundo dejaría de ser tan bonito.
Hablé con mis dos vikingos durante algunos años, crecimos, aprendimos, viajamos, descubrimos y nos amamos. La vida del enano me supuso un continuo aprendizaje. Me di cuenta que ella tenía razón, que podía, que sabía y que el miedo solo da paso al pánico y el pánico...a la muerte, la de mi niño. Y cuando ocurrió, cuando la eligió, me llenó de dudas de nuevo, volví a preguntarme si aquella decisión no tendría que ver con lo que le mostramos, si no vio demasiado siendo tan joven. Si aquellos maravillosos ojos grises, aquella cara tan dulce, aquella cabeza imparable, habría asimilado que son, los llamados cuerdos, los que están locos y me reconcome por dentro no haberme dado cuenta, a tiempo, de su sufrimiento. Me pregunto, también hoy, si puede ser cierta, si existe esa conexión mágica entre madre/feto de la que hablan. Si, por casualidad, en algún momento, supo de mis primeros miedos, del pavor que me produjo su nacimiento, del pánico a fastidiarlo todo. Si aquel terror, finalmente, ha sido quien lo ha llevado a terminar con todo. Me sigo preguntado, sólo a veces, si cuando lo hizo sabía lo muchísimo que lo quería, y sobre todo, si sabía que sin él volvería el agujero negro y el mundo dejaría de ser tan bonito.