Camino por la ciudad vieja, entre baldosas levantadas, olor a orín, casas desconchadas y calles desdentadas porque antes, ahí, había un edificio. Solo sé que tiene más de ochenta y carece de familia que le acompañe en lo básico. Me recibe Zaida, una voluntaria joven, que limpia la casa, trae la comida o le acompaña al médico. Mi única misión es escuchar. Me dirige al salón y allí, sentada frente al ventanal, me espera Marina. Pelo corto, maquillada, sonriente y preciosa, estira los brazos para darme la bienvenida. Mide poco menos que yo y huele a perfume. Tiene unas gafas de pasta que realzan sus ojos vividos y se saca para las fotos. Habla, habla, habla sin parar y se apura a enseñarme la casa. Camina con dificultad, arrastrando los pies, le ofrezco mi brazo y lo toma entre sonrisas mientras comenta: "Igualita que mi Ángel". Es una vivienda de 2 habitaciones, cocina y baño amplios y un salón muy luminoso. Los muebles, antiguos, hablan de una vida anterior acomodada, así como algunos adornos de plata (confiesa que ha vendido los mejores). Le alabo la casa y agradece el gesto.
Entre las múltiples imágenes se para en la de "su Ángel" durante un crucero por el Mediterráneo en los años 60, la acaricia y continúa con los hijos: Marina, Ángeles, Manuel y José, una de cada uno de ellos con sus respectivas familias . Múltiples niños de la década de los 70 de los que no recuerda los nombres. Pregunta mi edad y ella confiesa 84, aunque me enteré más adelante que son 96. Me cambia el nombre por el de una de sus hijas, la segunda y abre el álbum de su boda. El día es soleado, aunque no demasiado cálido y propongo dar un paseo por el parque cercano. Acepta a pesar de la negativa de su cuidadora que sabe de sus pocas fuerzas y sus "cosillas", pero ya está en el salón con los zapatos puestos del revés. Se ve y revé en el espejo del ascensor mientras Zaida le coloca el pañuelo del cuello, es huraña y no se deja así que se lo coloco yo, mientras me regala la más amplia de las sonrisas. Nos despedimos de la voluntaria en el portal y me lleva, con toda la fuerza de su cuerpo, en dirección contraria. La llama Carmen y dice que es muy vaga y está segura que le roba, por que la plata está desapareciendo. Repito su confesión sobre el tema. Se ríe, mientras se echa la mano a la cabeza y el bolso le golpea la nariz, lo tira hacia adelante en un arranque de furia. Nos acercamos, recojo el bolso y se lo pongo en el brazo con el que me agarra. Al sentarnos en el banco más soleado, comienza a cantar. Esta canción le alimenta la memoria y me habla de su infancia. Del taller que el padre tenía en la misma calle en la que vivían y, al llegar del colegio, le gustaba visitar porque le atraía el olor a aceite y mar. Me describe su casa: Puerta de dos hojas, arriba y abajo, con tres escalones en bajada que dan a un rellano y a otros tantos de subida para acceder a la entrada principal. Allí, sentados, encuentra diariamente a diferentes personas tomando la sopa que su madre, Sofía, les prepara. Quizá la única del día. Recuerda el color de las paredes, las colchas y alfombras de la habitación, el nombre de todos sus hermanos, tíos, empleados de su padre y de aquella niña, hija de una transportadora de pescado, que mecía entre sus brazos un palo envuelto en un paño sucio. Me habla de la guerra, pero sobre todo, de la postguerra. Del barco que salía de madrugada repleto de trabajadores que se destacaron como opositores y por lo tanto vencidos, la despedida de muchos de sus vecinos, la tristeza de la huida y se tapa los oídos al narrar el sonido de la explosión y las metralletas. Comienza a llorar recordando el día siguiente.
Entre las múltiples imágenes se para en la de "su Ángel" durante un crucero por el Mediterráneo en los años 60, la acaricia y continúa con los hijos: Marina, Ángeles, Manuel y José, una de cada uno de ellos con sus respectivas familias . Múltiples niños de la década de los 70 de los que no recuerda los nombres. Pregunta mi edad y ella confiesa 84, aunque me enteré más adelante que son 96. Me cambia el nombre por el de una de sus hijas, la segunda y abre el álbum de su boda. El día es soleado, aunque no demasiado cálido y propongo dar un paseo por el parque cercano. Acepta a pesar de la negativa de su cuidadora que sabe de sus pocas fuerzas y sus "cosillas", pero ya está en el salón con los zapatos puestos del revés. Se ve y revé en el espejo del ascensor mientras Zaida le coloca el pañuelo del cuello, es huraña y no se deja así que se lo coloco yo, mientras me regala la más amplia de las sonrisas. Nos despedimos de la voluntaria en el portal y me lleva, con toda la fuerza de su cuerpo, en dirección contraria. La llama Carmen y dice que es muy vaga y está segura que le roba, por que la plata está desapareciendo. Repito su confesión sobre el tema. Se ríe, mientras se echa la mano a la cabeza y el bolso le golpea la nariz, lo tira hacia adelante en un arranque de furia. Nos acercamos, recojo el bolso y se lo pongo en el brazo con el que me agarra. Al sentarnos en el banco más soleado, comienza a cantar. Esta canción le alimenta la memoria y me habla de su infancia. Del taller que el padre tenía en la misma calle en la que vivían y, al llegar del colegio, le gustaba visitar porque le atraía el olor a aceite y mar. Me describe su casa: Puerta de dos hojas, arriba y abajo, con tres escalones en bajada que dan a un rellano y a otros tantos de subida para acceder a la entrada principal. Allí, sentados, encuentra diariamente a diferentes personas tomando la sopa que su madre, Sofía, les prepara. Quizá la única del día. Recuerda el color de las paredes, las colchas y alfombras de la habitación, el nombre de todos sus hermanos, tíos, empleados de su padre y de aquella niña, hija de una transportadora de pescado, que mecía entre sus brazos un palo envuelto en un paño sucio. Me habla de la guerra, pero sobre todo, de la postguerra. Del barco que salía de madrugada repleto de trabajadores que se destacaron como opositores y por lo tanto vencidos, la despedida de muchos de sus vecinos, la tristeza de la huida y se tapa los oídos al narrar el sonido de la explosión y las metralletas. Comienza a llorar recordando el día siguiente.
- "El silencio", dice, "se cogía con las manos. Olía a muertos, no era un olor normal. Debía ser la mezcla de pólvora, gasolina y acero de aquella tumba. ¡Estaban tan esperanzados, tan contentos de marcharse y a la vez tan tristes! Fue un chivatazo de algún malnacido. ¿Qué daño les hacía que se marchasen?. Solo eran trabajadores, gente que quería lo mejor para su familia. Eran mis amigos, mis vecinos. ¿Qué mal habían hecho?. Ahora todo es diferente, ahora todo es mejor. Ahora me pintan la casa gratis y el sol me calienta el culo. ¿Sabes? siempre he tenido el culo frío y mi Ángel me lo calentaba, me gustaba como me tocaba el culo. ¿Tú tienes a alguien que te caliente el culo?"
Nos reímos un buen rato y disertamos sobre la mejor manera de tocar el culo. La conclusión es clara: sin apretar.
Caminamos un poco por que sus piernas se entumecen, numerosos viandantes la saludan y ella se para con todos. Me presenta como Ángeles, su hija. He llegado de Italia, de estudiar enfermería y voy a quedarme con ella hasta que llegue mi hermana mayor, Marina, que ha ido con su marido de viaje de novios. En cuanto nos quedamos solas pregunta si sé algo de Marina, se queja por no tener noticias suyas desde que partió, hace ya 7 días. Sabe que los recién casados son así, pero debía pensar un poco en su madre, que se preocupa. Y más ahora que Ángel, el marido, está de viaje en Panamá para conseguir la cuenta de una importante empresa. Se para, levanta la cabeza y no sabe donde está. Le muestro el portal de su casa, apenas a 500 metros, pero se asusta, no me conoce. Yo no soy Ángeles y grita, grita y llora. Intenta huir de mí pero no puede. La abrazo, la acaricio y le recuerdo a Ángel y el culo frío. Me mira y se calma. Sigue llorando agarrada a mi brazo, arrastrando pies y cabeza hacia el portal. Al llegar a casa se acerca a la foto de su Ángel y comienza a narrarme la misma historia desde el inicio, los hijos, los nietos que no reconoce y lo contenta que está con la casa y las fotos colgadas. Abre el álbum de su boda y habla, habla, habla sin parar durante 1 hora más, hasta que sus cuidadores le dan la comida y la llevan al centro de día.
Los días siguientes se repiten, sentada en el mismo lugar, con la misma ropa, la misma sonrisa, los mismos brazos alzados esperando su abrazo. Durante 3 días, llego por primera vez
Me habla de su amiga, la niña que mecía el palo. Llegaron del sur en busca de un barco que los llevase lejos pero no tenían para el pasaje, necesitaban trabajo y ahorrar para ellos, pero nunca llegaba. Su madre porteaba pescado de la lonja a los mercados, su padre embarcaba cada cierto tiempo y cuando volvía, había un nuevo miembro en la familia y nada de su sueldo. Narra la pena que le suponía verla jugar con aquella rama envuelta y como lo solucionó comprando una muñeca de cartón en el mercado del barrio. Sonríe al recordar su cara de sorpresa y como, desde entonces, paseaba con la rama y el cartón envueltos en el mismo paño sucio. Los días se suceden, las preguntas se repiten, al igual que las obsesiones. Vuelvo a ser Ángeles y diariamente me pregunta por Marina, no comprende porqué no llama, aunque sea para decirle que está bien, han pasado siete días y no sabe nada de ella, comienza a ser preocupante. Está segura que esto no ocurriría si viviera su padre. A él si lo respetaban y si no sacaba la correa. Ella, aunque en múltiples ocasiones acudía a la escoba o la zapatilla, nunca consiguió el mismo efecto. Solamente funcionaba cuando se marchaba y los dejaba con la muchacha, entonces sí , entonces se portaban bien. Cuando él murió dio a cada hijo lo que les correspondía, repartió la herencia a partes iguales, incluida la vivienda familiar. Ella se quedó con su parte, claro está, que poco a poco fue menguando hasta desaparecer. Nunca supo de finanzas, eso lo llevaba él y cuando faltó se lo pasó al marido de su niña mayor, un buen hombre e inteligente. Un hombre de negocios al que engañaron con unos edificios, pero lo solucionó poniendo de aval la casa familiar. Aunque algunas malas lenguas dijeran que era un estafador, ella sabía que no era cierto. Ahora, ambos, están de viaje de novios y cuando vuelvan volverán a la casa y volverá a llevar los muebles y la plata. Todos juntos, de nuevo. Los niños están en el ejército, haciendo el servicio militar. Los han enviado a Ifni o algún lugar de esos. Allí no hay teléfono y el correo es malísimo. Me está haciendo el ajuar, se lo ha encargado a Severina, la misma que se lo confeccionó a Marina y cuando ella vuelva, cuando vuelvan los dos, llamaremos a los niños y nos iremos a casa y el buenísimo del marido de Marina se ocupará de todos nosotros y todo volverá a ser igual que siempre.
Es mediodía y hace sol, quiere salir y Zaida nos trae unas copas frías y una jarra de limonada. Vamos a la terraza y limpia las plantas muertas arrancando media mata. Quiere regar por tercera vez pero se va al baño, cuando vuelve trae el álbum de la boda y nombra a sus hijos y a su Ángel y se lamenta de sus manos arrugadas y sus 84 años. Se sienta al sol, toma el vaso y recuerda cuando su madre daba sopa caliente a "sus pobres" y aquella niña que mecía un palo y cuando llegue Marina, todo volverá a ser como antes.
Vuelvo a mi casa, por el camino de la ciudad vieja, el mismo olor a orín,baldosas levantadas, casas desconchadas y calles desdentadas por que antes,ahí, había un edificio.
Me habla de su amiga, la niña que mecía el palo. Llegaron del sur en busca de un barco que los llevase lejos pero no tenían para el pasaje, necesitaban trabajo y ahorrar para ellos, pero nunca llegaba. Su madre porteaba pescado de la lonja a los mercados, su padre embarcaba cada cierto tiempo y cuando volvía, había un nuevo miembro en la familia y nada de su sueldo. Narra la pena que le suponía verla jugar con aquella rama envuelta y como lo solucionó comprando una muñeca de cartón en el mercado del barrio. Sonríe al recordar su cara de sorpresa y como, desde entonces, paseaba con la rama y el cartón envueltos en el mismo paño sucio. Los días se suceden, las preguntas se repiten, al igual que las obsesiones. Vuelvo a ser Ángeles y diariamente me pregunta por Marina, no comprende porqué no llama, aunque sea para decirle que está bien, han pasado siete días y no sabe nada de ella, comienza a ser preocupante. Está segura que esto no ocurriría si viviera su padre. A él si lo respetaban y si no sacaba la correa. Ella, aunque en múltiples ocasiones acudía a la escoba o la zapatilla, nunca consiguió el mismo efecto. Solamente funcionaba cuando se marchaba y los dejaba con la muchacha, entonces sí , entonces se portaban bien. Cuando él murió dio a cada hijo lo que les correspondía, repartió la herencia a partes iguales, incluida la vivienda familiar. Ella se quedó con su parte, claro está, que poco a poco fue menguando hasta desaparecer. Nunca supo de finanzas, eso lo llevaba él y cuando faltó se lo pasó al marido de su niña mayor, un buen hombre e inteligente. Un hombre de negocios al que engañaron con unos edificios, pero lo solucionó poniendo de aval la casa familiar. Aunque algunas malas lenguas dijeran que era un estafador, ella sabía que no era cierto. Ahora, ambos, están de viaje de novios y cuando vuelvan volverán a la casa y volverá a llevar los muebles y la plata. Todos juntos, de nuevo. Los niños están en el ejército, haciendo el servicio militar. Los han enviado a Ifni o algún lugar de esos. Allí no hay teléfono y el correo es malísimo. Me está haciendo el ajuar, se lo ha encargado a Severina, la misma que se lo confeccionó a Marina y cuando ella vuelva, cuando vuelvan los dos, llamaremos a los niños y nos iremos a casa y el buenísimo del marido de Marina se ocupará de todos nosotros y todo volverá a ser igual que siempre.
Es mediodía y hace sol, quiere salir y Zaida nos trae unas copas frías y una jarra de limonada. Vamos a la terraza y limpia las plantas muertas arrancando media mata. Quiere regar por tercera vez pero se va al baño, cuando vuelve trae el álbum de la boda y nombra a sus hijos y a su Ángel y se lamenta de sus manos arrugadas y sus 84 años. Se sienta al sol, toma el vaso y recuerda cuando su madre daba sopa caliente a "sus pobres" y aquella niña que mecía un palo y cuando llegue Marina, todo volverá a ser como antes.
Vuelvo a mi casa, por el camino de la ciudad vieja, el mismo olor a orín,baldosas levantadas, casas desconchadas y calles desdentadas por que antes,ahí, había un edificio.
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