Nací con el nombre de Dina Villaviciosa,
en 1552. Mi padre, d. Sebastián Villaviciosa, sustentaba el noble
oficio de escribiente, encargado de nominar la extensa camada caballar
del marqués d. Amaro de Provenza y Perpignan. Mi madre, doña Manuela
María de las Mercedes Iglesias de Villaviciosa, nos mantenía sanos y a
salvo de los peligros de la tierra a mi hermano menor y a mí. Sus
desvelos se iban en procurar una educación refinada para ambos, acorde
con nuestras necesidades futuras: el femenino bordado y clavicordio, y
la muy masculina espada y duelo a pistola. A pesar de su corta edad,
Sebastián, mi hermano, mostraba gran habilidad con cualquier arma que
tuviese a mano. Muchachos de edad mucho más avanzada a la suya, rehuían
su presencia y, por lo tanto la mía, por lo que mi casamiento se
esperaba tardío. Mi buen padre, queriendo hacer un hombre de provecho de
él, lo llevó consigo para ver si aprendía algo del oficio o el muy
atento y nobilísimo d. Amaro, le encontraba acomodo como aprendiz de
algo. Fue en 1568, aquel aciago día de marzo y bajo un cielo amenazante,
cuando el inquieto Sebastián azuzaba y perseguía, espada en ristre, a
la yegua favorita marqués. En un arrebato insólito, se acercó a nuestro
airado progenitor y le asestó una estocada en el pecho, tal y como le
había enseñado el maestro de esgrima, los jueves de 9 a 11. Una
ejecución perfecta, ángulo y profundidad exactas, que apenas produjeron
sangrado al desdichado. La mala suerte hizo que su cuerpo cayera de
bruces en el estercolero de la parte de atrás. Allí permaneció su cuerpo
hasta que d. Amaro, haciendo gala de su inconmensurable humanidad,
ordenó levantar y adecentar el cadáver para un maravilloso y emotivo
sepelio.
Al faltarnos padre y ser mi hermano
reprendido por el hecho, el sustento comenzó a hacerse dificultoso así
que, mi madre,no sin antes solicitar el consentimiento del, aunque
menor, “pater familias”, organizó mi ingreso en el convento de la
asturiana vecindad de Onís. Me adapté bien al lugar, las hermanas eran
limpias, organizadas y el hedor a moho y humanidad, soportable. Debía
ayudar en todo lo que me pidiesen y, a cambio, podía continuar avanzando
en la educación que toda señorita debería poseer. Pero pronto comencé a
notar un pequeño deterioro en mi salud: un pitido auditivo incesante en
la parte derecha, sonido que terminó por esfumarse cuando el tímpano
brilló por su ausencia. Decían las hermanas que eran simples problemas
de conexión, que no tenía el cuerpo en sintonía con nuestro señor. Es
posible, pensé, ya que siempre se me ha dado fatal coordinar dial con
emisora tragandome cuanta algarada de rojazos, moriscos, calvinistas o
guaraníes enveneadores de flechas ocurría. Menos mal que la radio no la
inventarían hasta 4 siglos después, si no sería un sinvivir mayor que el
de Santa Teresa, esa mujer.
Aquella inquietud mía, aquel malestar,
hube de confesarlo a nuestro idem d. Ferreolo, tataratataratataranieto,
aunque idéntico a aquel obispo mártir francés, cuyo consejo no comprendí
en su magnitud por mi incapacidad auditiva; también a mi buen
Sebastián, que a pesar de sus inagotables labores con el noble d. Amaro,
continuaba contestando mis cartas en su labor de tutor; al contable del
convento, hombre sabio y leído y, por lo tanto, conocedor de los
pecados de la carne y el alma. Ninguno supo aconsejarme. Decidí hablar,
entonces, con la madre superiora y ella, más sensible a nuestras
necesidades, escribió al médico general. Calculando el día de recogida
de la misiva, el tiempo de traslado de la misma y contando que el
caballero se pusiese en camino de inmediato, calculamos que tardaría no
menos de tres meses. Me conminó, no obstante, a imitar a Sor Teo
padecedora del mismo mal pero del oído contrario: tapar el bueno para
que el malo espabilara.
Sor Teo fue la primera compañera que
encontré al ingresar en el noviciado. Ciertamente, me llamó la atención
su mano derecha extendida a lo alto, mientras tapaba con el índice el
oído izquierdo, pero dado mi grado de ignorancia, pensé podía ser una
costumbre de aquellas que estaban en cocinas, parecerse a una tetera.
Era una mujer seca, enjuta, cuyo vello facial mantenía una perfección
geométrica. Comenzando bajo una oreja, bajaba por la mejilla para volver
a subir y circundar el labio superior, bajando nuevamente y terminar en
la oreja contraria. Daba igual qué perfil mostrase, era totalmente
simétrico. A pesar de su gesto árido, adiviné su único diente frontal
cuando sor Adoración le hizo saber que formaríamos pareja. Dormiríamos
en la misma celda, iríamos a maitines, al rosario, al coro, a las
tareas… dejaría de ser una tetera y nos convertiríamos en un trofeo, la
Copa del Señor.
Era una tarea dura, cansada mantener el
puño izquierdo levantado para meter el pulgar en el orificio derecho.
Sin embargo, era mucho más descansado que alzarlo y extenderlo como
hacía mi compañera pero, como repetía la madre, en el sacrificio está la
santidad, y así me mantuve firme. Creo que aquello hizo que ganase la
admiración de las enclaustradas ya que me premiaron con el título de sor
antes de tiempo. Sor Dina y Sor Teo, el Copón Bendito. En la mesa,
estábamos obligadas a colocarnos en los extremos, una frente a otra, en
una especie de efecto espejo, para importunar lo menos posible al resto
del claustro. El acomodo en el coro fue más problemático, ya que
nuestros codos incordiaban en cualquier lugar. Terminaron por sentarnos
en la primera fila, esperando que aprendiésemos la lectura labial pero,
como buenas melómanas, preferíamos disfrutar de la música con los ojos
cerrados, apoyando una cabeza contra la otra, gozando de la paz interior
que aquello nos suponía. La directora creyó que el deleite sería mayor
en los jardines, leyendo los evangelios, eximiéndonos del encierro para
liberar nuestra mente. Parecía que ocurriría lo mismo en los maitines
del domingo, cuando el confesor sorprendía con su sermón y nuestros
brazos alzados, lo contrariaban. Sor Teo, con esa sabiduría que da la
edad, decidió que debíamos sentarnos en primera fila y gritar
“¡Aleluya!” cada vez que se acercaba un acto de contrición. Tanta
devoción pareció regocijar a todos y enseguida se convirtió en la seña
de identidad del lugar. Con oración, puño izquierdo en ristre, mano
derecha al viento y la seguridad que confiere la absoluta sordera , se
sucedieron los meses siguientes, sin que nada supiésemos del galeno.
Entre nosotras no había palabras, aquel
mal común nos unía más que el amor al Santísimo pero de la misma manera
que el roce hace el cariño, el exceso lo espanta y, transcurrido un
tiempo, comenzaron las desavenencias. El evangelio era nuestra mayor
conexión mundana. Apoyado el libro en el regazo de mi compañera, yo
pasaba las páginas. Sus ojos se cansaban, al igual que sus piernas y mis
dedos iban más rápido de lo debido, dejándola con la miel en los labios
de tan emotiva lectura. La mañana en que apareció, por fín, el ayudante
de doctor, yo portaba el libro y ella pasaba páginas con tal parsimonia
que mi interés se dirigía al sol de la mañana, los primeros brotes
florares, la llegada de las golondrinas, los cabellos de aquel efebo que
se nos acercaba. Frente a nosotras, movía brazos y labios sin parar
mientras mi nerviosismo sonreía y respondía “por supuesto”, “de
acuerdo”, “muy bien” a lo que fuese que estuviese diciendo. En un
momento de lucidez me incorporé y bajé los brazos, ambos, para estupor
de mi antigua mitad que, entre alaridos, fue en busca de la autoridad.
Era tan bella aquella voz, tan profunda como la vibración del órgano que
el padre Nicanor tañía en los ocasos sabatinos. Concluí que aquel ser,
aquel rostro frente al mío no podía ser otro que el del arcángel Gabriel
que anunciaba el advenimiento de mi curación.
Durante 4 días nos observó, nos estudió,
rozó aquellos sedosos cabellos por mis mejillas, hombros, espalda. Me
habló del mundo de fuera, de las misiones, de la pirámide social sujeta
al negro de las rodillas. Durante 4 días consentí, me sometí al
ponderado conocimiento de la medicina que no cesaba de repetir: “estás
curada, estás curada”. Partió al quinto, con el alba, como buen
arcángel, dejando cierto recelo en la congregación sobre nuestra
sanación. Se manifestó el milagro al noveno mes de su partida, cuando
escuchaba, por ambos oídos, el llanto de Gabriel Villaviciosa de Onís,
conquistador y precursor, años más tarde, del trueque de flechas
enveneadas guaraníes por rosarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario