sábado, 13 de julio de 2013

Dos mil trescientos pasos



" Tenía tres años cuando mi pequeño mundo cambió. Había visto como pintaban la habitación de al lado, la tripita de mamá crecer y escuchado la palabra bebé mil veces sin llegar a comprender que significaba aquello. Por primera vez vi un ser diminuto, como aquellos de los cuentos de mamá, pero este era mío. Con ojos y boca abiertos mi dedo índice se hundió suavemente en la mejilla de lo que llamaban hermana y su movimiento me provocó una risa nerviosa". 
" Ese mismo día decidí llevar a cabo la misión más importante de mi vida:  protector incondicional. Me convertí en hermano mayor, responsable del bienestar de aquello tan pequeño y comencé por secarle los pies después del baño, acunarla, decirle que no llorara. Para ello estuve durmiendo en el suelo de aquel cuarto durante un mes hasta que papá me encontró. Al día siguiente ya dormíamos los dos juntos. Tuvo que pasar todo un año hasta que pude regalar a mi protegida una caja de lápices de colores idénticos a los míos y que ella siempre cogía para morder. Nunca llegué a comprender el enfado del abuelo".
"Me encantaba ir al colegio, contar a mis amigos la cantidad de aventuras que pasaba con mi nuevo hallazgo y la profesora, que se había convertido en aliada, dejaba que saliese un poco antes para así poder enseñar a mi hermana todo aprendido. Me había propuesto ser el maestro de aquella niña, la más pequeña de la familia Un pequeño ser miedoso que solamente se calmaba con los cuentos que le narraba bajo la cama y al que había que mostrar como se debían hacer las cosas, tal  como me enseñaban los abuelos, papá y mamá. Esa era la razón por la que cada vez que la pequeña tirana pisoteaba, destrozaba o pegaba a alguien, me inculpaba y castigaba tras el sofá. Se podría decir que había crecido una extensión de mi brazo en forma de niña ruidosa hasta el punto de convertirme en la gran sombra de aquella mocosa que no creía en otra verdad que no fuera contada por mi.
La parte trasera del sofá se convirtió en nuestro aula particular. Pasábamos más tiempo tras él que en otro lugar de la casa y terminó siendo refugio para momentos de pánico de mi hermana cuando no había luz, sonaba el teléfono o alguien desconocido llamaba a la puerta. allí le contaba historias y acudía corriendo en caso de crisis y allí me esperaba sentada, con cara de ansiedad y me abrazaba.





Llegó el día que tuve que mostrarle y guiarla por el mundo escolar que dominaba a la perfección desde la entrada, patio, comedor y salida. Los dos primeros años los horarios de  comedor coincidían, algo que me causaba cierta inquietud y se convirtió en añoranza cuando finalmente lo fueron. La pequeña tenía claro cuál era su lugar, siempre a mi lado. No importaba si la mesa estaba ocupada. Entre codazos, patadas o mordiscos se hacía hueco provocando más de una pelea o castigo que yo pagaba, pero todo era poco por el bienestar familiar. Con ese panorama nos cambiaron el comedor por la casa; paseo que aprovechaba para enseñar a mi alumna aventajada el secreto de las piedras botadoras. ¡Cuantos días de pies mojados y regañinas de la abuela!.
Las tareas escolares se habían convertido en momentos divertidos, de silencios risueños. Muchos días nos intercambiábamos los quehaceres dando resultados de lo más disparatado terminando en la biblioteca para hacer entender a la pequeña todo lo que había puesto mal y haciendo de esta otro de nuestros refugios.
Con el paso de los años me convertí en muchacho y bastón. Nos seguíamos encontrando en alguna habitación a cualquier hora de la noche o tras el sofá durante el día, intercambiando estrategias sobre posibles novias, decidiendo quien era digno o no de amistad o buscando ayuda para los granos de la cara.
Cuando apareció la que concluí como amor de mi vida, enmudecí durante varias horas y una sonrisa tonta era el único vestigio que podría aceptarse como prueba de vida. Fue la primera vez que retiré la palabra durante varios días a mi aprendiz, que no aceptaba el distanciamiento entre ambos por la que ella denominaba " entrometida". En pocos días se convirtieron en buenas amigas, la estrategia era aceptar o morir y le había dejado claro que no había alternativa posible.
Siempre me dijeron que tenía los ojos tristes y podría decirse que soy reservado, lo que se agudizó durante la adolescencia. Ella servía como transmisora y receptora en muchas ocasiones pero no en todas las necesarias. Continuaba siendo el guía aunque ahora con vida propia, cada uno tenía necesidades específicas y la universidad hizo que la rutina diaria variara. Comenzaban a separarse nuestros caminos, a vernos solamente fines de semana y vacaciones estivales que seguían siendo especiales y a menudo con puntos de vista antagónicos aunque siempre complementarios. Le hablaba de casi todo, pero nunca de mis necesidades ni de mis miedos. Hacía, con mi apoyo incondicional, que ella brillase más. Tapaba todas sus faltas, todos sus defectos y amplificaba sus aciertos pero, ¿donde quedaba yo entonces?".

Abatida, intentando encontrar consuelo en cualquier punto de la habitación, la mujer buscó entre los objetos más íntimos de su niño. Allí entre las hojas de su libro favorito cayó un papel manuscrito que leyó acostada en la cama.
¿Era aquella nota encontrada un alivio o más bien la tortura que la perseguiría el resto de su vida?. Comprendió que la vida de su hijo tuvo un momento feliz pero no detectó a tiempo las razones por las que acabó de esta manera.

El final del camino del acantilado lleva al mirador desde el que se divisa la entrada de uno de los fiordos del Oeste. La vista se pierde en el horizonte y la caída es tan fuerte que los días de tormenta  parece resquebrajarse. Es el lugar más bonito de toda la zona, llano, tranquilo, con hierba alta. Sentarte allí hace que olvides problemas y dudas. Hace casi 4 años que apareció una piedra y una pequeña inscripción " hreint sál". Son solamente dos mil trescientos pasos.

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