Hacía años que no coincidíamos. Normal, pensé, porque hace años que no me muevo en condiciones por aquí. Las horas que he dedicado a esta ciudad han sido medidas, aunque... también podríamos habernos encontrado por ahí.
Patri está estupenda. Se mantiene en forma. Las mechas y ese corte, le dan el aire juvenil que no tuvo nunca. Vestido blanco de encaje y piel tersa, morena, cuidada y esos dedos de ET que siempre le alabé y que tanto le fastidiaban en el instituto. Le ha ido muy bien. Su padre es conocido por su imperio alimentario del que maman los 5 hermanos, las nueras, los yernos, los nietos y algún tio despistado. "Vente unos días a la playa, te hará bien y podremos charlar largo y tendido. Ya sabes que allí, siempre sobran camas". Es un chalet en pleno paseo de Playa América. Cuando entras se encienden las luces sólas, al igual que las persianas o las ventanas, que se abren o cierran a golpe de voz. "Impresionante, oye!" y ella sonrie, orgullosa. "Esta casa era de mis padres, se la cambié por la mía porque era demasiado moderna e incómoda para ellos. Demasiados pisos y mi padre jugaba con los botones del ascensor. Una vez, tardamos 2 horas en poder abrir y sacarlo. Tu habitación, es la del segundo piso".
El ascensor es dorado, con aire antiguo y un asiento al lado de la botonadura. Imaginé, allí sentado, a aquel buen hombre para arriba y para abajo, mientras se reía de la desesperación de todo el mundo. Al segundo piso se accede sólamente en ascensor, entras directamente en la habitación. Puedes cerrar la puerta con llave, para no ser molestado. Una cama enorme, sofá, televisor, la puerta del baño, la del vestidor y dos terrazas: una enfrentada a la otra. La de delante da directamente a la playa, desde el sofá parece un trampolín, auque la mesa de hierro forjado invita a pasarse las noches en blanco. La de atrás, más sencilla y grande, está jalonada de flores moradas y blancas y cuatro tumbonas blancas desde las que puedes ver el tejado del polideportivo, repleto de gaviotas. A esta hora de la tarde, ya está en sombra. Voy al baño y quiero lavarme las manos, el agua no sale y cuando llega la dueña, me encuentra dándole órdenes a un grifo que no me hace ni puñetero caso. Hay que poner la mano debajo. Me pregunto que pasaría si un desastre electromagnético estropeara todas esas células: las de movimiento, las fotoeléctricas, las de voz, las de presión...¡Cuánta modernidad, mariadelcarmen!
La vida se hace en la planta baja, más amplia y fresca que el resto de la casa. ¡Qué bonito y confortable es el lujo! Desde allí puedes acceder directamente al mar. Aparece Sergio, el marido de mi amiga, un hombre bajito, chepudo, con parálisis facial izquierda y una cojera tremenda. Al verme se presenta, charlamos durante media hora y se despide. Nos dejará solas durante la semana, para que hablemos y hagamos "nuestras cosas. Ella tira de álbum para las fotografías de los niños, de viaje por Europa. Desconozco a quienes se parecen estos dos bollazos. Tras un par de horas entre recuerdos, salimos a cenar. Es estupendo volver a reconocer aquella química de antaño, aquel charlar sin juzgar, aquel soltar para desahogar, para reir, para liberar. Ahora recuerdo por qué nos buscábamos.
Los días siguientes pasaron rápidamente, siempre nos acompañó algún hermano, alguna cuñada, algún sobrino. Me llama la atención que todos tengan alguna enfermedad, alguna parálisis, alguna deformidad, tanto, que pensé que, salvo el menor, ella es la única normal de la familia. Paradita, si; plana, pero sana y razonable, como siempre. Cuando conocí a Patri, no destacaba por su belleza, ni mucho menos por su
inteligencia, le costaba mucho entender ciertos conceptos, pero lo iba llevando. Era llamativa su mesura y sus ganas de hablar y escuchar. En
una época en la que las hormonas se desatan y van por libre, era extraño
encontrar alguien aparentemente tranquilo, moderado, sin gritos o estridencias. Aunque socialmente nos separasen muchos millones de euros,
fuimos inseparables durante unos años, quizás porque ninguna de las dos
encajaba con nadie más.
Tras cinco días, una llamada nos trasladó a casa de sus padres. Estaba al final del paseo, a dos kilómetros más o menos. Eran las 9 de la mañana y me pidió que la acompañase, su madre seguro que me recordaba y se alegraría de verme. Aquello era indescriptible. Ya en el portalón se escuchaban los gritos. Al adentrarse en el jardín, se veía la puerta de entrada abierta y un hombre, con tijeras de podar, entraba y salía, airado. "¡LIMPIATE LOS PIES, DESGRACIADO!" se escuchaba cada vez que entraba... y el hombre se frotaba los pies contra el felpudo. Estaba claro que era el jardinero, pero luego salió otro joven con camisa blanca, pantalón azul y corbata a juego, luego una señora rubia, despeinada, toda vestida de blanco, y otra, y otra y otra más. Tras todos ellos se veía a una anciana bajita, rubia, de ojos achinados y dos muletas, con babero en ristre y pantalón vaquero. La mujer juraba en arameo, repetía una y otra vez que allí mandaba ella, mientras el resto hablaban a la vez. Me quedé atrás, para no intervenir, disfrutando aquella escena de las mejores películas mudas mientras, Patri, se disponía a poner paz. La anciana, aliviada por la llegada de su hija, calló a todo el mundo y, pasito a paso, salió al jardín, también. Tras ella, casi invisible, había una muchacha de bata blanca y coleta con una silla en las manos tras el culo de la señora. Intenté que no se notase mi satisfacción. El problema lo causó un árbol enfermo, casi seco, por la ineptitud del jardinero, dijo ella. El jardinero se defendía diciendo que estaba perfectamente, la semana anterior. El muchacho de camisa y corbata, era el chófer, al que la anciana obligó a regar con el jardinero por medio, éste al entrar en casa a protestar, no se limpió los pies y la lió. Que si la limpiadora era una puerca, que si la ayudante del jardinero parecía un gnomo, que si la cocinera le sirvió el desayuno frío, que si los muertos de hambre, que si, que si... y mientras, la muchachita de bata y coleta, tras conseguir sentarla, le metía en la boca el kiwi con un tenedor. Aclarado el desaguisado y enviado todo el mundo a sus quehaceres, Patri desvió la atención de su madre hacia mí y aquel torbellino de la naturaleza, se convirtió en mermelada de fresa. Nos obligó a sentarnos a la mesa con ella y desayunar. La mujer de blanco y despeinada, resultó ser la cocinera. Sudaba ostentosamente, a pesar de no ser ni las 10 de la mañana. Se disponía a hacer más tostadas, pero las allí expuestas eran más que suficientes como para todo el personal del jardín, así que sólo aceptamos la taza de leche y el vaso para el zumo. Me ponía muy nerviosa la muchachita de la coleta, era como una abeja rondando alrededor de una flor, la vieja, que terminó por enviarla a fregar el baño y nos dejase tranquilas. Estaba más que claro quién mandaba allí, quien era dios y así se comportaba con el servicio. A sus 90 años y pese a su aparentemente fragilidad, Carmen mantenía la tiranía del soberano medieval de manera soterrada, era el dios castigador de cada ruido, cada error, cada invención, cada traspiés. Al terminar de desayunar nos dirigimos a la terraza de la playa. ¿Qué sería de estas casas sin terrazas? Allí, sentado en una mecedora, estaba el patriarca, un hombre bajito, calvo, que se parecía terriblemente a Sergio, el marido de Patri, vestido con pantalón de raya perfecta, calcetines, zapatillas marrones, gorra de beisbol, polo verde y chaqueta de invierno. El sol, en aquel lugar, era justiciero y daba cosa ver a los niños y sus padres caminar en bañador por la playa y a Mr. Banks abrigado hasta las orejas. A su lado había una mujer de cara amable, dando el parte del estado del hombre. Ojos azules, pelo negro, piel morena, también vestida de blanco. Imagino que aquel era el uniforme de todos los que allí trabajaban, salvo el chófer, tal vez para no desentonar con la decoración. El hombre se alimentaba a través de una sonda, defecaba a través de una sonda, miccionaba a través de una sonda, pero en la mesa auxiliar había un recipiente de barro con un líquido amarillento. No escuchaba, apenas caminaba, casi no veía, ni reconocía, pero en la mesa estaba El Quijote. "Para mi padre es como la biblia" y no pude evitar la imágen del americano sentado en el porche con mecedora, escopeta, botella de bourbon en el suelo y biblia en la mesita de noche. Recordé a todos los que conocí días atrás, sus anomalías, sus perturbaciones y creo estar frente a los individuos cero. La américa profunda, se extiende hasta Nigrán.
Con un "tengo muchas cosas que hacer esta mañana" nos despachó Carmen, eso sí, con la promesa de volver a vernos el domingo. Adoraba salir a comer, su estado natural era el de maestra de ceremonias. Empezó por situarnos en la mesa, dar conversación cuando ésta decaía (aunque fuesen banalidades) bromeaba y observaba a su rebaño, sin desatender al patriarca. Encabezando el otro lado de la mesa, sin probar bocado, iba vestido para la ocasión: pantalón azul marino, camisa de listas y corbanda lisa a juego con el pantalón, lustrosos zapatos náuticos con calcetines de hilo, peinado, afeitado, perfumado y las sondas de los domingos, las que se notaban poquito y traidas de Holanda para las festividades. Ella adora los percebes y los carabineros, lo saben todos en el restaurante, hasta los clientes. Los mejores y más especiales son para ella, bajos en sal. El solomillo, al punto, cortado no muy grande ni muy pequeño, para su boca y el vino bueno, que paga ella. Nada ha salido como debía, los percebes estaban salados, los carabineros poco hechos, el solomillo cortado demasiado grande y muy gordo...sólo el postre mantenía la calidad de siempre, tal vez tuviese algo que ver que la pastelera fuese una familiar lejana, pero de casa. La sobremesa se alarga dos horas hablando de viajes, de costumbres, de personas. Ella es la reina de la Muralla China, del Gold Trade Center, del Kremlim... hasta que el patriarca comienza a dar golpes en la mesa, los nietos se disipan y cada oveja se va con su pareja. Regreso a casa, donde tengo que pulsar para que se encienda la luz, tocar para que salga el agua de la cisterna. Me he dado cuenta que se duerme mejor con las piernas algo elevadas y la muerte de las olas en la orilla. A las 11 de la noche, sentada en un sofá vulgar, mantengo vivos el sabor a sal de un atracón de percebes y la intensidad de una comida supuestamente relajada.
Hace dos semanas de mi vuelta a casa, es Patri. Carmen, el primer día me conoció, el segundo me escuchó, el tercero me observó, el cuarto y quinto reflexionó, el sexto llamó y el séptimo me enchufó en la empresa familiar. Sí, ahora lo sé, dios cumple años, veranea en Nigrán y tiene nombre de mujer: mariadelcarmen.
Tras cinco días, una llamada nos trasladó a casa de sus padres. Estaba al final del paseo, a dos kilómetros más o menos. Eran las 9 de la mañana y me pidió que la acompañase, su madre seguro que me recordaba y se alegraría de verme. Aquello era indescriptible. Ya en el portalón se escuchaban los gritos. Al adentrarse en el jardín, se veía la puerta de entrada abierta y un hombre, con tijeras de podar, entraba y salía, airado. "¡LIMPIATE LOS PIES, DESGRACIADO!" se escuchaba cada vez que entraba... y el hombre se frotaba los pies contra el felpudo. Estaba claro que era el jardinero, pero luego salió otro joven con camisa blanca, pantalón azul y corbata a juego, luego una señora rubia, despeinada, toda vestida de blanco, y otra, y otra y otra más. Tras todos ellos se veía a una anciana bajita, rubia, de ojos achinados y dos muletas, con babero en ristre y pantalón vaquero. La mujer juraba en arameo, repetía una y otra vez que allí mandaba ella, mientras el resto hablaban a la vez. Me quedé atrás, para no intervenir, disfrutando aquella escena de las mejores películas mudas mientras, Patri, se disponía a poner paz. La anciana, aliviada por la llegada de su hija, calló a todo el mundo y, pasito a paso, salió al jardín, también. Tras ella, casi invisible, había una muchacha de bata blanca y coleta con una silla en las manos tras el culo de la señora. Intenté que no se notase mi satisfacción. El problema lo causó un árbol enfermo, casi seco, por la ineptitud del jardinero, dijo ella. El jardinero se defendía diciendo que estaba perfectamente, la semana anterior. El muchacho de camisa y corbata, era el chófer, al que la anciana obligó a regar con el jardinero por medio, éste al entrar en casa a protestar, no se limpió los pies y la lió. Que si la limpiadora era una puerca, que si la ayudante del jardinero parecía un gnomo, que si la cocinera le sirvió el desayuno frío, que si los muertos de hambre, que si, que si... y mientras, la muchachita de bata y coleta, tras conseguir sentarla, le metía en la boca el kiwi con un tenedor. Aclarado el desaguisado y enviado todo el mundo a sus quehaceres, Patri desvió la atención de su madre hacia mí y aquel torbellino de la naturaleza, se convirtió en mermelada de fresa. Nos obligó a sentarnos a la mesa con ella y desayunar. La mujer de blanco y despeinada, resultó ser la cocinera. Sudaba ostentosamente, a pesar de no ser ni las 10 de la mañana. Se disponía a hacer más tostadas, pero las allí expuestas eran más que suficientes como para todo el personal del jardín, así que sólo aceptamos la taza de leche y el vaso para el zumo. Me ponía muy nerviosa la muchachita de la coleta, era como una abeja rondando alrededor de una flor, la vieja, que terminó por enviarla a fregar el baño y nos dejase tranquilas. Estaba más que claro quién mandaba allí, quien era dios y así se comportaba con el servicio. A sus 90 años y pese a su aparentemente fragilidad, Carmen mantenía la tiranía del soberano medieval de manera soterrada, era el dios castigador de cada ruido, cada error, cada invención, cada traspiés. Al terminar de desayunar nos dirigimos a la terraza de la playa. ¿Qué sería de estas casas sin terrazas? Allí, sentado en una mecedora, estaba el patriarca, un hombre bajito, calvo, que se parecía terriblemente a Sergio, el marido de Patri, vestido con pantalón de raya perfecta, calcetines, zapatillas marrones, gorra de beisbol, polo verde y chaqueta de invierno. El sol, en aquel lugar, era justiciero y daba cosa ver a los niños y sus padres caminar en bañador por la playa y a Mr. Banks abrigado hasta las orejas. A su lado había una mujer de cara amable, dando el parte del estado del hombre. Ojos azules, pelo negro, piel morena, también vestida de blanco. Imagino que aquel era el uniforme de todos los que allí trabajaban, salvo el chófer, tal vez para no desentonar con la decoración. El hombre se alimentaba a través de una sonda, defecaba a través de una sonda, miccionaba a través de una sonda, pero en la mesa auxiliar había un recipiente de barro con un líquido amarillento. No escuchaba, apenas caminaba, casi no veía, ni reconocía, pero en la mesa estaba El Quijote. "Para mi padre es como la biblia" y no pude evitar la imágen del americano sentado en el porche con mecedora, escopeta, botella de bourbon en el suelo y biblia en la mesita de noche. Recordé a todos los que conocí días atrás, sus anomalías, sus perturbaciones y creo estar frente a los individuos cero. La américa profunda, se extiende hasta Nigrán.
Con un "tengo muchas cosas que hacer esta mañana" nos despachó Carmen, eso sí, con la promesa de volver a vernos el domingo. Adoraba salir a comer, su estado natural era el de maestra de ceremonias. Empezó por situarnos en la mesa, dar conversación cuando ésta decaía (aunque fuesen banalidades) bromeaba y observaba a su rebaño, sin desatender al patriarca. Encabezando el otro lado de la mesa, sin probar bocado, iba vestido para la ocasión: pantalón azul marino, camisa de listas y corbanda lisa a juego con el pantalón, lustrosos zapatos náuticos con calcetines de hilo, peinado, afeitado, perfumado y las sondas de los domingos, las que se notaban poquito y traidas de Holanda para las festividades. Ella adora los percebes y los carabineros, lo saben todos en el restaurante, hasta los clientes. Los mejores y más especiales son para ella, bajos en sal. El solomillo, al punto, cortado no muy grande ni muy pequeño, para su boca y el vino bueno, que paga ella. Nada ha salido como debía, los percebes estaban salados, los carabineros poco hechos, el solomillo cortado demasiado grande y muy gordo...sólo el postre mantenía la calidad de siempre, tal vez tuviese algo que ver que la pastelera fuese una familiar lejana, pero de casa. La sobremesa se alarga dos horas hablando de viajes, de costumbres, de personas. Ella es la reina de la Muralla China, del Gold Trade Center, del Kremlim... hasta que el patriarca comienza a dar golpes en la mesa, los nietos se disipan y cada oveja se va con su pareja. Regreso a casa, donde tengo que pulsar para que se encienda la luz, tocar para que salga el agua de la cisterna. Me he dado cuenta que se duerme mejor con las piernas algo elevadas y la muerte de las olas en la orilla. A las 11 de la noche, sentada en un sofá vulgar, mantengo vivos el sabor a sal de un atracón de percebes y la intensidad de una comida supuestamente relajada.
Hace dos semanas de mi vuelta a casa, es Patri. Carmen, el primer día me conoció, el segundo me escuchó, el tercero me observó, el cuarto y quinto reflexionó, el sexto llamó y el séptimo me enchufó en la empresa familiar. Sí, ahora lo sé, dios cumple años, veranea en Nigrán y tiene nombre de mujer: mariadelcarmen.