jueves, 20 de noviembre de 2014

Vivir, esa cosa tan difícil




Llevo toda la vida intentando adaptarme a vivir en sociedad, seguir sus normas, encajar pero no sé qué pasa que no puedo. Siempre me sale todo al revés. Cuando era niño me esforzaba en sacar buenas notas, ser obediente, hacer lo que se debía. Estudiaba horas y horas y el resultado siempre daba cuatros.Todos los veranos tenía que  estudiar para septiembre y  ahí aparecía el cinco, que era toda una hazaña y en mi casa se celebraba como una matrícula de honor. Cuando tuve algo más de edad, ahí por los 16, y en vista de que no tenía talento para los estudios me emplearon en una fábrica de corchos. No tenía que hacer nada más que ver que todos fuesen del mismo tamaño y juro que  me fijaba, me fijaba tanto que me dolían los ojos y entonces me quedaba dormido. Yo argumentaba mi inocencia ante el mal trabajo de los otros, pero a los 2 meses me echaron. Fui de trabajo en trabajo y lo que mejor se me daba era hablar con la gente, así que me metieron de camarero. Se me daba tan bien, tan bien, que en los 15 días que duré, conseguí en propinas lo mismo que en sueldo. Tenía un tío que trabajaba en la banca y me dijo que me emplearía de botones si me metía por las noches a estudiar finanzas. Ya ves tú, finanzas para ser botones, pero como no encontraba otra cosa, así lo hice. En el banco abría las puertas a las señoras, llevaba café a los jefes y a los ricachos con los que se reunían en los despachos y por las noches,a eso de las 7, me iba a estudiar. Era bien fácil, la verdad, creo que de tanto escuchar en el banco algo se me quedó y me saqué el título ese mismo año. Se lo llevé a mi madre que, de orgullosa, lo mandó enmarcar y lo colgó en el salón al lado de un bodegón de esos con botellas, quesos y frutas . Estoy convencido que eso marcó el resto de mis días. Trabajé allí 15 años, siempre haciendo lo mismo, ellos lo llamaban ordenanza, y allí hasta me eché novia.. Yo era el encargado de cerrar y ella siempre esperaba hasta que todo el mundo se marchase.  Era una chica preciosa y muy lista. Follábamos por cualquier rincón y a cualquier hora, sin importarnos nada más. En las mesas para los clientes, en los despachos... así que cuando la preñé, tuve que casarme con ella, pero lo hice por que quise, ¿eh? no me obligó nadie. Me gustaba tanto follármela. El problema fue cuando nació el niño. Mira que me salió guapo, fue por las ganas que le pusimos en todo, por que los otros dos no salieron igual de gallardos y buenos mozos. La parienta ya estaba liada entre pañales y comidas, yo mucho tiempo libre y la maldición de mi madre y ese título junto al bodegón, hicieron el resto. Una noche llegué a casa y no había nadie. Decidí no hacer nada apresurado, siempre que lo había hecho salía mal, así que esperé y pensarlo bien.
Ella volvió 4 años más tarde, cuando me habían echado del banco y estaba de guarda nocturno, pero no era lo mismo, no era la misma. Me dejó una mujer activa, huesuda, de rizos zainos y me encontré a una redonda, mandona, de cabellos dorados y gafas enormes. ¿Qué debía hacer, negarme? Ahora, por lo menos, follaba y sin pagar.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Caminando por la nevera.




Veinte kilómetros al oeste del Gulag 6, en la ciudad de Vorkutá, encontramos el hotel Gornyak. Es una edificación de cuatro alturas que abarca una gran superficie. La entrada principal muestra una estancia amplia con un mostrador de madera de aspecto antiguo y detrás unas cortinas beige con cenefa de flores que esconden una habitación trasera. A la derecha, un ascensor pequeño concebido para que quepa una silla de ruedas y poco más. A su lado las escaleras pulidísimas y frente a ellas un enorme ventanal desde el que se ve la carretera. A la izquierda chisporrotea una chimenea con sendos sofás negros y una enorme alfombra tapando un precioso suelo de madera desgastada con un barnizado tan grueso que se podría patinar sobre él. De la puerta contigua cuelga un cartel con el dibujo de una chica sonriente acercándose una cuchara a la boca y caracteres cirílicos. Es un hotel pequeño, con pocas camas, las suficientes para no necesitar trabajadores externos, todo pertenece a la familia Gólubev. Él, Dmitry, es rubio, ojos pequeños y de un azul cristalino, 1,80 de altura, manos grandes y activas, como todo su cuerpo. Lo encontramos sacándose las botas nevadas en el cuarto tras las cortinas. Mientras intenta ponerse unos zapatos secos, nos hace un gesto amistoso y llama a su hijo. Si no fuese por la diferencia de edad juraría que es su clon. Mismo porte y eficacia pero con la grata diferencia de su buen nivel de inglés. Pedimos las mismas habitaciones ocupadas en primavera y confirmadas a nuestra llegada a Moscú, avisando de un intervalo de dos semanas y dos días para ocuparlas, quizás por eso y que apenas hay huéspedes, solo dos habitaciones están listas. Las disculpas de Mijaíl tocan algún resorte tras la cortina que vuela delante de dos mujeres, una de ellas, la más joven, es Anna, la madre. Grande como un camión y de modales exquisitos que, con cara de circunstancias intenta disculparse, lo que  impide la otra, enlutada hasta las arrugas y una enorme melena amarillenta al viento que, con un manotazo en la espalda la hace correr escaleras arriba.