domingo, 10 de agosto de 2014

Diarios de locura: Amelia




Suelo de madera que cruje con cada paso, salón cubierto de sábanas almidonadas, que cambia cada semana, y sillas por todos los rincones. Huele a lejía, mucho, muchísimo. Es bajita, enjuta, arrugada, con su sempiterno uniforme azul marino -falda y jersey de manga corta para el verano o falda, jersey de manga corta y chaqueta para el invierno-.Va de un lado a otro, como si tuviera prisa. Desnuda la mesa del comedor y las sillas, doblando, minuciosamente, cada una de las telas. Se sienta, al rato se levanta, va a algún lugar y vuelve a sentarse. Estoy cinco minutos observándola, sin hablar, esperando a que pare y algo agotada de tanta actividad. Pregunto por su salud, se acerca a la mesa y posa sus manos. Dos cepos grandes y enrojecidos que no pegan con su constitución pequeña. Dedos deformados, gruesos, sin apenas uñas, manos ásperas, agrietadas. Enseña las palmas callosas, amarillentas y se queja de que ni con lejía se va el
color, lo ha intentado todo. Es recelosa, no entiende que alguien pueda querer tirar su tiempo hablando con quien no conoce. Una cosa es preguntar algo en la calle, otra muy diferente ir a su casa a "no sé paqué". No acepta explicaciones de ningún tipo, ella "no tiene que contarle su vida a nadie". Es seca, cortante, poco habladora, que no comunicativa, ya que me hace saber su total y absoluto rechazo. Nuestro primer encuentro dura 30 minutos de reloj, que bien pudieron haber sido 10, ya que, en una de sus idas y venidas, trae una brocha pequeña, para pintar paredes, se sube a una silla y comienza a limpiar la pared de encima de la puerta de entrada.
- "Por aquí siempre comienza a entrar la suciedad y es lo último que se limpia en una casa".

Me vuelvo con la incógnita de si volver o dejarlo por perdido, pero me ha gustado mucho la vitalidad de esta mujer de 84 años, su fuerza, su tozudez, sus manos hablan mucho más que ella y despiertan mi curiosidad. Al día siguiente la encuentro en plena calle, viniendo de la compra, intento ayudarle con las bolsas pero me rechaza. Le pido que me invite a comer y me deshago en explicaciones sobre lo que hago, la razón para estar, de nuevo, en su casa. Intento encontrar un paralelismo.
-"No eres bienvenida a mi casa, a mi vida. Te invito a comer por que un plato de comida no se le niega a nadie, pero esperas que me adapte a tus exigencias y eres tú quien ha venido a mi casa, quien debe entender que NO significa NO.¿Buscas un paralelismo?. No existe, nada es igual, nunca. Cada época, cada persona es distinta. En mi época no había tiempo para que, viejos desconocidos, te contasen nada. Los que lo hacían eran locos, borrachos u ociosos, gente de la que apartarse, gente que no tenía un plato de comida para ofrecer. Y esa, no soy yo. Me gano el sustento, siempre lo he hecho, no le debo nada a nadie, solo a mi esfuerzo. Mira mis manos ¿te parecen de señorita?. Tú no llevas nada igual a lo de ayer, ni los zapatos.Y buscas paralelismos... En mi época solo había un par de zapatos y eso con suerte."

Me retiro con la lección aprendida, avergonzada, vapuleada y la certeza de no poder haberlo hecho peor. Han pasado unos meses y la veo entrar con su cara de pocos amigos. La quieren echar de casa, una vivienda y alquiler antiguos en el centro de la ciudad. Un caramelo para especuladores que no tienen la paciencia suficiente para esperar a que la naturaleza actúe. Se acerca, me pide ayuda a cambio de contarme lo que necesite. Sonrío y contesto que no es necesario. La acompaño al abogado y al despedirme escucho su " gracias guapina". Aparece una semana más tarde y pide que la acompañe a la peluquería, siempre se ha cortado el pelo ella misma, pero se le cansan mucho los brazos. Mientras esperamos, ojea una revista, se queja de la edad de las modelos, del aspecto de las peluqueras, del ruido de los secadores, del olor de las lacas... Intento relajar el momento mostrando un corte que podría favorecerle,sorprendentemente me hace caso.



"Si he pedido que me acompañases ha sido para pedirte disculpas y me gustaría que las aceptases <dice> no eres tan tonta. Juzgué mal, parece que no aprendo ni de vieja.
Yo nací en Bobia, Asturias. Es un pueblo de montaña, en la cuenca minera. Allí solo había vacas y mineros. Gente pobre, sin estudios, ni modales. Gente bruta que no sabía tratar con personas, solo con vacas. Yo soy la mayor de 12 hermanos, nunca fui al colegio. Aprendí a leer y escribir de mayor, por mi cuenta, sin que nadie lo supiese por que a mi padre no le gustaba que perdiese el tiempo en cosas que no fuesen útiles. Mi madre murió siendo yo una niña, cuando nació mi hermano menor, y tuve que hacerme cargo de todo, por ser mujer, ya sabes. Los hombres no saben valerse por si solos, necesitan de alguien que les escuche, que les cosa la ropa, les haga de comer, les mantenga la cama caliente. Aunque, ahora, eso parece que ya no es así. En el supermercado veo muchos hombres solos, comprando y cuidando a sus hijos. Les dan de comer en los parques, les cambian los pañales, los limpian. Y tú buscas paralelismos... ¡Ay, nenina!, no hay paralelismo posible. Ahora todos, niños y niñas, estudian y la gente puede protestar y decir que no les parece bien esto o aquello. Ganan dinero para tener lavadoras, lavavajillas y un montón de cosas que no son necesarias. Si te pones enfermo, tienes un hospital y un médico cerca. Tienen metro, autobús, coche, no tienen que caminar kilómetros para que les vea el especialista. Antes, el especialista era el médico si no, tenías al veterinario, que servía para todo. Pero te voy a contar una cosa que seguro que no sabes.
Cuando eres joven, no sabes lo que quieres, no puedes saberlo porque no conoces nada. Copias de lo que hace todo el mundo. Vives la vida de todo el mundo. Te levantas, te ocupas de tus cosas, de tu casa, animales y al caer el sol te vas a dormir y así hasta que eres mocita. No haces preguntas, no tienes tiempo de hacerlas. Estás demasiado cansada para pensar en nada. No eres consciente de lo que ocurre, pero algo ocurre. Cuando ya eres mocita, comienzas a darte cuenta que esa vida no te gusta y quieres hacer la tuya, entonces buscas a un hombre. A mi, la verdad, es que no me gustaba ninguno de los que conocí. Me rondaban muchos, por que aún era lozana. Me quedé con el menos malo. Era un buen hombre, no iba al bar a gastarse los pocos dineros que ganaba en la mina, era limpio y responsable. Nunca me trató mal incluso, visto ahora, tenía otra virtud: no podía ter fillus. Eso me ayudó muchísimo, aunque no lo sabía. En su momento me enojé. Lamenté mi mala suerte porque no era "lo normal". Ya te dije que, de joven, ves normal lo que hace todo el mundo y, entonces, todo el mundo tenía cientos de hijos, lo otro, era una anormalidad que había que esconder para que no creyeran que era menos hombre. Ante los vecinos me culpaba yo, decíamos que era yo quien no podía tenerlos, quien estaba enferma. Eso enfadó a mi padre, que retirome el saludo y dejé de se-la sua filla. Aquello, que me dolió mucho, fue una suerte. Vivíamos en un pueblo pequeño, nos conocíamos todos y de todos se hablaba, incluso de lo que no se sabía. Él era un santo, yo una pobre enferma y con esas, el repudio del pueblo y de la familia. Y gracias a eso me pude ir a Oviedo. Me fui a trabajar a un hotel de la capital, por una vecina que tenía allí a una hija. El tiempo que tenía libre lo aproveché, para no ser una bruta, y me fui a las clases de lectura. ¡Me aprendí las capitales del mundo y todo! Y entonces, empecé a querer más. Conocí a un grupo de mujeres y me hice su amiga, eran del Partido Comunista y me enseñaron muchas cosas. Traían libros de otros países y escuchábamos la radio prohibida. Y comencé a querer eso, su vida, de nuevo, pero yo, aún  no lo sabía. Los fines de semana iba al pueblo hasta que se hizo tan insoportable que él tuvo que venir a la capital unas veces si, otras no. Me enteré que yacía con una chica del pueblo de al lado. No me importó, por que yo tenía a otro, también. Era camarero en uno de los cafés más importantes de Oviedo, un chico refinado, con buenos modales. Se relacionaba con gente leída, con escritores, con abogados y hablaba como ellos pero pensaba como nosotros. Era un infiltrado entre los ricos, eso pensaba yo entonces, hasta que descubrieron que militaba y lo echaron del café. Lo mantuve durante dos años, hasta que se colocó en una oficina y nos fuimos a vivir a la misma casa. Seguía viendo a mi marido, algunas veces. Nos comunicábamos por carta, que la otra le leía, por que él no sabía las letras. Y cuando me iba al pueblo, a verlo, me daba cuenta que todo el mundo sabía lo de la otra, incluso mi padre lo sabía. Yo era la engañada, por que del mío no sabían nada, ni siquiera la hija de la vecina. Yo me lo guardaba muy bien guardado y mantenía las apariencias, pero que mi marido tuviese una querida era mi culpa, por no tener hijos. Pero ya no me importaba. Empecé a hacer mi vida sin contarle nada a nadie. A hacer lo que me apetecía, dentro de lo que podía y conocía y entonces, se convirtió en normal.. En mi vida, lo normal, era tener un marido enfermo y un amante en la capital. Para mi marido, lo normal, era tener una mujer que sabía escribir, una amante y un secreto que guardar. A nadie le importa la vida de los demás, aunque digan que si, no les importa. Lo que les importa es mostrar lo que se dice normal, pero luego hacen todo lo contrario. Cuando volvía a Oviedo me sentía más tranquila, aunque tenía que limpiar todo lo que el ilustrado había manchado, tenía que hacer lo mismito que hacía con el minero. Aunque tuviese muchos estudios, aunque hablase muy bien, él no pensaba en mí. Pero eso, todavía no lo sabía. Todavía estaba convencida, por que todos lo estaban, que el culpable de mis desgracias, de mi pobreza, era otro. Él luchaba, como yo, por una vida mejor, él para los demás, yo para él y lo hacía por que así tenía que ser, era lo normal; aunque siempre me decía que no me fijase en esas cosas. Volvieron a despedirle y cuando ya no pudo encontrar trabajo en Asturies, por que lo tenían vetado en todos sitios, decidió ir a Yugoslavia. Yo tenía 30 años y me daba miedo. Ni una sola vez pensé  que podría salir de España. Él tuvo que hacer un carnet falso y me costó dos meses pagarlo, me  tuve que emplear en una casa, al salir del hotel, para poder tener algo más. Nos fuimos a Francia y desde allí a Alemania y luego a Yugoslavia, tardamos casi un mes en llegar, comiendo de lo que nos daban los compañeros. Es muy bonita la hermandad entre camaradas, muy sana o eso creía yo. Cuando llegamos, él comenzó a trabajar en una fábrica, yo limpiando oficinas, esperando que me encontrasen otro sitio mejor, por que para estar igual que en España, no me habría ni movido. Teníamos muchísimos amigos y hacíamos reuniones todos los días, vivíamos en un edificio de habitaciones, como un hotel. No había nada de nadie, todo era de todos, las ideas, la comida, las mujeres, nosotras también éramos de todos. A mi no me gustaba nada eso y se lo dije así.  Dejé de ir a las reuniones de los amigos, que pasaron a ser solamente suyos. Estaba más sola que antes, no conocía el idioma, ni amigos, comencé a hablarle al cubo, al jabón y, cuando me quedé embarazada, un año después, me pasó lo mismo que otras veces, ya no era normal. Me dieron unos papeles, para poder salir de allí  y él, que decía pensar tanto en mí ¿qué crees que hizo?. Me vine sola, en estado y rabiosa. Tuve que tragarme el orgullo para que mi padre me acogiese. Ni te lo imaginas, sola, encinta, sin trabajo, ni dinero.
Cuando nació mi hija todo el mundo le encontró parecido con su padre. Creían que era del minero.  A los pocos meses me fui de allí, no podía más. Había tenido una niña y lo que no quería es que se convirtiese en una fregona, como yo. Me marché a Gijón para no volver al pueblo jamás, ni cuando murió el mi padre. Allí trabajé en el pescado por mediación de un señor que conocí. Un hombre que se vestía por los pies. Le puso sus apellidos a mi Mari, para que no se la llevasen las monjas. Vivía en su casa y yo en la mía y alguna vez traía comida para ella y se quedaba a dormir. Yo siempre pago mis deudas, siempre. Fue así hasta que, la nena, cogió unas fiebres y se la llevaron. Ahí me hundí, tenía muchos planes para ella. Quería que fuese al colegio y estudiase, que fuera algo bueno, una mujer de letras, una mujer orgullosa que no necesitara de nadie, de ningún hombre, que ganase su propio dinero, pero no pudo ser. Cuando se enteró mi hermana, la pequeña, me trajo aquí con ella, su marido y los sobrinos, pero los niños dan mucha lata y estaban muy mal educados. Me busqué un trabajo y un piso, el que conoces y de vez en cuando venían a comer, hasta que los niños se hicieron mayores y luego mi hermana se murió. El cuñado quería que le limpiase la casa pero, no, eso sí que no. Que aprenda, que para eso no hacen falta letras, lo hace cualquiera. Ahora estoy sola y nunca he estado más a gusto.Tengo una pensión pequeña, necesito que me ayuden con los cupones y esas cosas, pero yo lo pago todo. Como no tengo dinero doy clases a otras señoras que no saben de todas las letras y así arreglamos. Y ya sabes lo que querías saber. Si quieres saber más podemos llegar a un acuerdo. Ahora se lleva eso de la internet. Necesito a alguien que me enseñe como funciona."
Diariamente nos esperamos en la biblioteca, donde se pelea con los chavales por su hora de conexión. Siempre gana ella. Me habla de política, de la muerte de toda su familia, del pueblo, del cura, del médico, habla poco de su padre. Por las tardes envía pequeños relatos de su día a día por e-mail. Hoy fue la pelea con los pintores, ayer lo poco que duran las bayetas, otras las firmas que ha conseguido para no se que causa o lo viejos que son aquellos con los que relaciona. Es seca, firme y ahora, de mayor, sí sabe lo que quiere. ameliababio@gmail.com.

2 comentarios:

  1. Paz, estremecedor y contundente el testimonio, como todo lo que haces. Te celebro, amiga, hermana.

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    1. Muchísimas gracias, Nora. Me encanta contar contigo, mi rubia pizpireta. Un besazo.

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