lunes, 2 de marzo de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 4: Muere



La niebla le comía los huesos pero también lo ocultaba, si se acurrucaba contra la piedra de la tumba, de miradas externas. Seguía contando las naranjas que ya nadie recogía, así que las cortaba y se las daba a las gallinas. Recogía sus huevos, que apilaba en la nevera, ya que ponían más de los que le daba tiempo a comer. Abrió el cajón para comprar maíz y tomó una decisión. Comenzó regalando los pollitos, luego las gallinas, hasta que le tocó el turno a la comida que sobraba; un poco aquí, otro allá, aprovechando las cajas de la alcaldía y la iglesia. No había predilección, ni notificación previa, solo una caja en alguna puerta al azar. Se vistió con toda la ropa que le cabía, antes de perder la movilidad y vació el cajón, dejando todas las llaves sobre el felpudo para que las recogiese cualquiera. Al llegar a la lavandería hizo un guiño a su madre, que carcajeaba jubilosa por la decisión, comenzando el camino al cementerio, por última vez.

                                       

Aquellas luces amarillas y azules iluminan un cuerpo ennegrecido por la tierra putrefacta, la tierra del que, un día, llamó padre. Dos policías sentados sobre ella y un tercero intentando calmarla y ponerle las esposas mientras grita -"¡No había otra manera, no había otra manera!". Sanitarios buscando calmantes, otros comprobando los amarres de la camilla, ruido de voces masculinas que no mitigan un ruego que estremece -"No me laves, no me saques la tierra, todavía no se ha impregnado!"

Limpió en varias ocasiones el espejo ya que el vaho daba, a aquella cara,  la apariencia del llanto ¿Quien era aquella que se reflejaba? Tal vez, la nausea la provocó la maldita peste que aparecía al recordarlo o contemplar aquel cuerpo fláccido, lechoso y obeso. Reconocer la mirada plana e insegura en unos ojos que fueron pintados, retratados  y ensalzados hasta creérselo, ojos que su padre no dejaba de admirar cuando llegaba tambaleándose y se escabullía hasta su cama. Ojos en los que su madre adivinó lo que ocurría y no dudó en enviudar para pararlo, ojos que enviaron con aquellos en los que debía confiar. Tardaron dos años en reaparecer las manos furtivas, olvidadas cuando nadie estaba cerca hasta que, poco después, ya no importaba si la sala, la cocina o los pasillos estaban repletos de gente -"me gusta el peligro", le decía. Luego, llegaron las elecciones ganadas, las noches de reuniones, las vacaciones de la señora y, aunque cerraba su cuarto con llave, él siempre conseguía abrir. -"Nunca cierres los ojos, déjame verlos", las mismas palabras e idéntico hedor a sudor rancio y aliento alcohólico que el mal nacido que la vio nacer. Esta vez no buscaría refugio en ella, lo buscó en la bondad, la equidad, la santidad de un párroco que dividió su cuerpo y su tiempo entre la alcaldía y dios. Buscaba compañía en las limpiadoras, en las ayudantes, en las mujeres de bien que visitaban la iglesia, pero él se las arreglaba para quedarse a solas y culparla de sus arrebatadores encantos. Nadie supo de sus sangrados ni de sus abortos, nadie supo del parto a solas, de madrugada, a nadie llamó la atención su ausencia durante la aparición de un recién nacido en la lavandería y que ahora vive con su madre. Intentó controlar la repulsión que le producía verlo semanalmente, que no se notase el escalofrío que le recorría al tener que tratar con él y la culpó. Fue ella la culpable por no ver, por no saber, por arrastrarla con aquellos que acabaron con su vida. Ella lo había empezado, ella debía terminarlo, se lo debía. Con lo que no contaba era con que, en su cobardía, terminase antes con su vida abandonándola a su suerte. 
Entre la lluvia y las sombras, la noticia de la muerte del alcalde y el párroco recorre el pueblo. Envenenados, dijeron, por algo líquido, apostillaron después de análisis y autopsias despertando el temor a un atentado colectivo. En ella apareció el regocijo de una sonrisa imperceptible, orgullosa de su linaje.  Ahora podría deshacerse de aquel olor a sudor y semen. Creyó que ver ambos cadáveres en las camillas, abiertos en canal acabaría con la peste que le acompañaba desde hacía veinte años, luego lo intentó lijándose la piel hasta el sangrado, pero tampoco fue efectivo. Recordó y se angustió en la certeza de que nada la libraría de aquel peso. Lavó su ropa durante horas, hasta que lo vio pararse frente a la lavandería camino del cementerio y encontró la respuesta. Empaparse en la tierra de aquel que originó el dolor, oler a muerto. 
Mientras la trasladaban a la ambulancia lo reconoció, vio su silueta tras la tumba de su madre y la fetidez volvió a invadirla. No llegaba a los cuarenta y parecía una anciana. Maldita mi suerte, malditos todos, maldita yo.

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