jueves, 13 de febrero de 2014

Invisible.




Desde niña soñaba con ser invisible, pasearse por la calle y que nadie le saludase, le preguntase. Desde su nacimiento había notado la diferencia con el resto de lo que estaba instaurado. No había hecho la primera comunión, ni siquiera había pisado una iglesia en lo que llevaba de vida. Aquello, que podría parecer normal en cualquier lugar, era tomado como un acto revolucionario y peligroso en una sociedad catolitizada hasta el extremo. En el colegio se levantaba cuando preguntaban cuantos de los alumnos habían pasado el trámite de la hostia consagrada y, pese a su corta edad, daba explicaciones y hasta enumeraba los regalos que le habían dado en día tan importante. Tampoco tenía grandes dotes para hacer amigos, por lo menos no de los buenos, con los que se compartían secretos ya que tenía prohibido dormir en casa de nadie o que nadie fuese a dormir a su casa, pese a tener habitación propia al ser la única fémina, no así sus 4 hermanos, que compartían habitación en unas preciosas literas, algo que siempre le pareció divertidísimo.. Vivía en un piso pequeño, de apenas 50 m., sin agua caliente, ni teléfono, ni televisor, solamente la radio hacía que en aquel lugar entrase algo distinto de las protestas infantiles o las palabras de los padres. Música de Machín o Los Panchos y la letanía de las 5 de la tarde del programa de La Francis, una mujer que daba consejos de sumisión y buenas costumbres y que su madre escuchaba atentamente apostillando con algún comentario. Los fines de semana, siempre aparecía algún amigo del padre, se sentaba en la parte del sofá que no estaba hundida y se le servía una cerveza fría con cacahuetes, aquellos que no les dejaban ni tocar a los hermanos por que estaban destinados a las visitas. Olían tan bien! habían convertido en juego la búsqueda de alguno de aquellos granos olvidados entre las cáscaras marrones, lo que a la madre ofendía y evitaba tirando a la basura los desperdicios para terminar con aquella práctica tan poco elegante. Finalmente mandaba a los niños a jugar a la calle con la excusa que los mayores debían hablar de "sus cosas", que siempre hacían en voz bajísima.

Bajar a la calle, no era demasiado divertido, las niñas del barrio nunca querían jugar con ella, decían que era extraña. Por su constitución delgada, siempre iba vestida con falda (los pantalones de su talla le quedaban cortos) pero eso no le impedía subir a los árboles, esconderse bajo los coches o terminar boca abajo en el parque del barrio. Ella respondía a los insultos con un lenguaje inventado al que llamaba inglés que, según contaba, le había enseñado su tío de Guinea, que aparecía de vez en cuando para subir a los sobrinos en su "tiburón" blanco y llevarlos a una cafetería del centro.  Llenos de bolsas de patatas fritas y caramelos de palo, paseaban los infantes entre ojos envidiosos. Las tardes de lluvia giraban entre historias contadas en las escaleras del portal, era el único momento en el que podía estar entre los de su edad, su imaginación estaba a prueba de bomba y aprovechaba esos minutos como pequeños tesoros. Sus hermanos no eran muy dados a dejarla mezclarse entre sus amigos, solo en aquellas ocasiones o cuando buscaban un refugio para jugar.
Bajo las escaleras, la vivienda contaba con un pequeño habitáculo concebido para almacenar carbón. Era oscuro y muy sucio pero con paciencia había limpiado, vaciado y acondicionado como refugio particular. Allí se encerraba muchos días, almacenaba juguetes, chucherías, telas de colores, libros y las libretas que rellenaba con  la ayuda de una linterna. Apartada de todo y todos, podía dar rienda suelta a su imaginación, un mundo en el que ella mandaba, era aceptada y se sentía feliz por que se esperaba su opinión y siempre tenía razón. 



El colegio era un trámite obligatorio, así como la hora de comer y dormir, pero el resto del tiempo, podía dedicarlo a aislarse y acumular todo lo necesario para su subsistencia. Se abasteció de cojines y almohadas viejas, robó algunas toallas gastadas y sábanas raídas que usaba como recubrimiento de los trozos de espuma que iba acumulando para hacerse un colchón. Aprendió a coser y a clavar clavos y poco a poco aquel lugar se iba tornando cálido y acogedor. Encontró un candado con llave, que llevaba siempre al cuello y asegurarse, así, que nadie podría invadir el único espacio totalmente suyo. Llegó el verano y con él las interminables horas de calor, algo que no le preocupaba, en su refugio la temperatura siempre era la misma, fría. Desde bien temprano apuraba el tazón de leche con pan para poder bajar y dedicarse a su propia vida, pero a sus padres se les ocurrió la idea que podían ir a la playa y acampar, vivir en una tienda de campaña durante 3 meses, menudo rollo.
Debía meter cosas en una bolsa y es que con dos bañadores tenía más que suficiente, su madre se empeñaba en que metiese ropa y calzado, pero ¿para que? en la playa se está descalzo y desnudo, ¿que ropa debía llevarse? Finalmente, aceptó con dos camisetas, un jersey, dos pares de calcetines y unas zapatillas de deporte, unido a la ropa  puesta, un derroche de vestuario. Sí necesitaría algunas libretas, bolígrafos y los libros, hizo cuentas y llegó a la conclusión que con 40 serían suficientes así que se acercó a la tienda del barrio y las dejó anotadas en la cuenta familiar, solo se podía acudir a aquella cuenta en momentos de emergencia y desde luego este era el caso. Esa mañana, antes de desayunar, bajó a echarle el último vistazo a su cabaña, que todo estaba en su sitio. Los juegos en la estantería, los chicles y caramelos en el bote, las cosas del cole al lado de la almohada, la linterna con pilas. Cerró el candado, se colgó la llave al cuello y se despidió de sus muñecos y juguetes. Con cara de pocos amigos cogió su bolsa y se encaminó al puerto para subirse en el barco que la llevaría a un lugar desconocido, ya les valía a sus padres. Parecía que no volverían jamás. Tarteras, mantas y sábanas enrolladas, sacos enormes con hierros y telas (decían que aquello era la tienda) y un montón de bolsas negras llenas de cosas. Después de media hora de barco, otra de autobús y otra más por un bosque, llegaron a una playa desierta. Soltaron todos los bártulos y se dedicaron a inspeccionarla. Era perfecta, tenía un pequeño riachuelo con agua dulce, varios campos de maíz a la derecha y un bosque que la rodeaba. No había ni una sola huella de pisadas humanas, solo millones de marcas triangulares que su padre ,decía eran de gaviotas. El agua era transparente y se veían una cantidad ingente de pececillos moviéndose de un lado a otro. Era una playa pequeña, 30 pasos del monte a la orilla y 100 de las rocas de la derecha a las de la izquierda. 
La madre los llamó, igual que cuando tenían que subir a casa para comer o cenar, y todos acudieron sin pensarlo. Todos menos ella, que contemplaba las posibilidades de aquel lugar. Era estupendo para ser invisible, había divisado una pequeña caseta de piedra entre la maleza y lo que, en alguna ocasión, fue un camino. Sin pensarlo, enfiló hacia lo que parecía un sustituto de su refugio, segura que podría dormir en ella con un poco de trabajo. Después de varios resbalones, caídas, arañazos de zarzas y patadas a alguna piedra escondida, se encontró frente a ella. Tenía una puerta de madera, cerrada, y un ventanuco a un lado. El tejado era de tejas rosadas, comidas por el sol y, como estaba construida en cuesta, optó por rodearla y subir al tejado por la parte de atrás. Parecía como si la hubiesen construido para ella, la parte trasera tenía  una roca que facilitaba mucho el trámite. Subida a aquella perfecta atalaya divisó los alrededores, los campos de cultivo, las playas cercanas y como toda la familia se afanaba en la construcción del nuevo hogar, bolsas por todas partes y mucho movimiento que contrastaba con la quietud del lugar, no se escuchaba nada más que las órdenes de sus padres y las protestas de sus hermanos. Allí sentada, vio como la tienda tomaba forma, como se disponían a comer y como ninguno se había percatado de su desaparición. Se sintió poderosa, se estaba haciendo invisible. Comenzó a planear los siguientes años hasta llegar a los 21, allí podría invitar a sus amigos a cerveza fría, cacahuetes y que se quedasen a dormir, incluso. No había necesidad de hablar bajito, ya que nadie les escucharía.
Al caer la noche divisó una masa animada que se acercaba entre las rocas, no estaba segura de que aquello fuese cierto, ya que llevaba todo el día al sol, sin comer ni beber, subida a aquel tejado. Se levantó y vio como llegaban a la arena, paseando por la orilla del mar y en su dirección. Cuatro enormes vacas seguidas por una mujer con una vara que las dirigía, atravesaban la playa y subieron hasta su cabaña. La mujer, que no había reparado en su presencia, abrió la puerta de madera e introdujo las vacas una a una en aquel lugar. De un golpe, todas sus fantasías se derrumbaron, debería encontrar otro lugar en el que vivir, aquel ya estaba ocupado. Al bajar a la playa, descubrió algo peor todavía. Los animales  habían dejado un rastro hediondo de norte a sur, invadiendo todo el espacio como una línea divisoria entre el mar y la tierra. Una linea pestilente que convertía el paraíso en el castillo de vampiros chupa sangre al caer la noche.
Pasaron varias semanas de invisibilidad  hasta que su cuerpo se  convirtió en un grano. No había parte que no estuviese invadida y el picor era insoportable, así que no le quedó más remedio que hablar con su madre y enseñarle su dolencia. No había opción, debían volver a la ciudad y que la viese un médico. Sus hermanos se quedarían en la playa y la madre y ella volverían a casa. El facultativo lo dijo bien claro, debía quedarse unos días, cuatro mínimo, sin sol ni playa, se quedaría al cuidado de una vecina que le haría la comida, hasta que el padre llegase del trabajo. Corrió a ver su refugio, mientras su madre intentaba impedírselo. Contra viento y marea, se revolvió de las manos paternas para descubrir que su lugar, aquel que había construido con mimo y miles de horas estaba ocupado por el amigo del padre, que dormía allí porque alguien lo buscaba. Por primera vez, sus padres hablaron con ella en voz bajísima, le dieron cacahuetes mientras bebía leche de la nevera y, aunque prometieron que en unos días se iría, ya no podría entrar en aquel refugio, olería demasiado a vaca. La casa le pareció enorme, acogedora y silenciosa. Aquella noche durmió en su cama, no se había dado cuenta de lo cómoda que era hasta aquel momento y entre duermevela, se convenció que no era invisibilidad lo que quería, si no la casa para ella sola.

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