jueves, 15 de enero de 2015

La virtuosa.




Cuadro de Nikolay Boskhin
 Hacía tiempo que no la escuchaba. Esa tos que sale de lo más profundo de las entrañas, esa tos a dos tiempos acompañada del aullido final. La tos preocupante que me despierta a diario, como si fuese un reloj y que dice que es tos de estibador portuario. A estas horas de la madrugada huele a pan. La panadería del barrio  despierta y vende sus olores a lo largo de la ciudad. Veo a Ángel, el vecino con camiseta y pantalón corto y un escalofrío me estremece. "O lo mata el tabaco o una neumonía". El asfalto centellea entre luces y rocío pero la idea de pan caliente me lleva frente a una verja que no se abrirá hasta dentro de dos horas. Ángel me llama desde la cafetería  y, aunque me resisto, su sapiencia horaria de los repartidores me sienta en una mesa con dos cafés y un copazo de pacharán. Ni un atisbo de vida inteligente. Mientras el dueño me sirve un colacao, las noticias se cuelan en la conversación, pasando a la mili y terminando con la infancia de Ángel. Hijo y nieto de guardia civiles y ahora, que el temor ha desaparecido, nombra por primera vez. El padre muere joven, en servicio y los tres hermanos conocen a una abuela que viene a sustituir a la madre enferma. Jamás la han visto aunque sí escuchado las historias sobre lo muy virtuosa que es Mercedes. La madre alababa la virtud de su suegra que, pese a la soltería y su doble maternidad nadie en el pueblo, ni en el cuerpo afeó jamás el gesto o maldijo su nombre y todos, sin excepción, alabaron la suerte del abuelo. El fallecimiento de la enferma al poco tiempo y la independencia de los dos mayores, que ya trabajan, dejan a Ángel con una abuela que le contará, por fin, la parte de la historia que faltaba.
Cántabra de nacimiento y como única familia su padre, aprendió el manejo de los naipes de mano de un marinero inglés que llegó con un naufragio y se quedó a vivir en el pueblo. Compañero de chapuzas del viudo y que, en los ratos de taberna, enseñaba a jugar al paisanaje. El padre adoraba aquel juego pero, por eso de no pasear a la niña a esas horas de la noche, reunía a los amigos en casa. Entre copas de orujo, humo de tabaco y cierta camaradería aprendió la pequeña Mercedes a farolear y, sentada en las piernas del inglés, el significado de una buena mano entre sus piernas. Se jugaban las pocas pertenencias que había: azadas, leche, pan, cupones de comida, zapatos, alguna manta... hasta que la muchacha tuvo edad  suficiente y el inglés la ganó con una pareja de doses. Aquella épica partida quedó impresa en la leyenda del pueblo y, a día de hoy, puedes encontrar a mayores que la narran con todo lujo de detalles incluso, alguno, jura que la vivió en primera persona. El inglés no solo ganó una mujer sino la casa y un compañero de juerga. Todos salieron ganando en aquella partida ya que, la vida de Mercedes se  convirtió en abundante. Abundancia en juergas, víveres y ajuares, hasta el punto de hacerse con más camas, sábanas, pucheros y aperos de labranza de los necesarios, transformando, así, los excedentes de la suerte en un puesto en el mercado de los martes. Las mujeres recelaban en recomprar aquello usurpado la semana anterior, y comenzó a imitar a aquellas de las que le había hablado el inglés, asesorando en amores, salud o dinero y, con el pago, devolver la tartera o el colchón de lana. Tal fue el éxito de la empresa que comenzaron a agolparse, la mañana siguiente de la partida, ante la nueva puerta (esta jamás fue devuelta), con la excusa de recuperar lo perdido. Pronto aprendió los secretos que el tarot desvelaba y así, la fuerza del bebedizo para el amor o el saber que pronto llegaría una herencia, la cataplasma para el reuma o el remedio para que las vacas dieran más leche, se hizo igual de imprescindible para ellas como las reuniones nocturnas para ellos. El tarot desvelaba cualquier advenimiento maligno y conocer lo que los hados tramaban renovaba los ánimos de sufridas esposas, que llegaron a ver como positivo el menoscabo que el póker provocaba en sus maltrechos hogares. La noche que nació el primer hijo, nació también la primera partida de la casa cuartel. Mientras Mercedes era atendida por las vecinas en casa, padre y compañero atendían a la benemérita en aquella buena nueva. Nadie volvió a verlos. Ni abuelo, ni padre de la criatura volvieron a pisar aquella casa para recoger ropa, despedirse o dar explicaciones. Corrieron rumores de que los vieron embarcar aquella misma noche, que la guardia civil los descubrió haciendo trampas, que habían huido por que el sargento les había desplumado... Se los había tragado la tierra y quizá, fue mejor así.


Aquello provocó la mudanza de las reuniones nocturnas y aunque, la joven madre, mantuvo prestigio y videncia en horario de 9 a 5, ya nadie devolvía los cerdos, zapatos o enaguas. La merma de ingresos y su habilidad como tahúr la convenció de lo que las parroquianas le solicitaban desde hacía meses. La noche del 13 de marzo está inscrita en la casa cuartel como la primera, que no la última, en que una mujer despojase a la jefatura del cuerpo de sueldos, camisas, víveres y enseres. También la que fraguó el apodo y la leyenda pues, de 9 a 5, retornaba a las clientas los objetos reclamados. Martes y viernes, ineludibles. A sangre y fuego, nada finalizaba hasta que no quedase un único ganador, prohibido abandonar la mesa a medias, todo o nada. Cuando las manos no acompañaban "la virtuosa" pagaba con sexo para que, aquel  admirado sacrificio, no deteriorase sus ingresos. Cuando esto ocurría, los lugareños la veían caminar cabizbaja, repasando las jugadas que la habían vencido. Así nació su segundo hijo, Amador. El hijo de la virtud, del sacrificio, el hijo del cuerpo, el hijo de una mala mano. Amador trajo bajo el brazo el incremento de la reputación de su madre y el número de solicitudes de traslados a la casa cuartel. La solidaridad por el bienestar de aquel pequeño y perdido pueblo cántabro era conmovedora. Fue el caso de un joven cabo que, en las ocho semanas que participó, no ganó ni una sola mano. Ayudante personal del capitán, fue encargado del cuidado de los hijos de Mercedes en el cuartel y escoltarlos, posteriormente, a su domicilio. 
De aquel día poco se habla, porque el capitán había prohibido el juego a su ayudante, sin embargo, aquella última vez, mantuvo un mano a mano con varios contendientes acabando con todos ellos. Solo fueron ellos, Mercedes y el cabo, quienes pasaban, pedían carta y apostaban y, como antaño, "la virtuosa" ganó un hombre y un padre para sus hijos. Dicen los más viejos del lugar que la alegría llevó a la decepción cuando el cabo regresó al cuartel de Galdakao, al que luego perteneció el padre de Ángel, Amador.
Durante los primeros años de convivencia de Ángel y Mercedes, la virtuosa, retomó las videncias de 9 a 5 que pagaban facturas, compraban comida y, cuando la noche se daba bien, caían algún par de zapatos, camisas nuevas o abrigo y bufanda para el invierno. La abuela lo animaba a estudiar y abandonar la herencia de una muerte prematura. Él debía encargarse de finalizar con aquella maldición, aunque estudiar no era lo suyo. A sus 17 años abría habitualmente el baúl donde la mujer guardaba,entre bolas de naftalina, los uniformes de sus hombres, incluso se había probado el del tío que, parecía, tuvo sus hechuras. "La virtuosa" lo descubrió la noche anterior a su décimo octavo cumpleaños, fue tal el berrinche que desapareció hasta la mañana siguiente en la que cargó al hombro el baúl y lo quemó en el patio de atrás. Sudorosa y oliendo a humo, puso en la mano del muchacho la tarjeta de visita: Ramón Igarabide - capataz portuario. 

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