jueves, 5 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap.1: Nace


 A los malvados los mata su propia maldad; los que odian serán castigado. Pero el    señor salva la vida a sus siervos. ¡No serán castigados los que en Él confían!. Salmo 34. 


En pleno centro de Italia, donde la cremallera se atasca con el gemelo, se encuentra Chefessa, una villa entre la modernidad y la tradición. Un pueblo interior tranquilo y próspero gracias al turismo religioso/familiar que proporciona la reserva natural que circunda sus límites. Salpicada por múltiples ermitas, una concatedral y una gran casa consistorial en lo alto de la loma y, en gran medida, responsable del nombramiento de la reserva, es lugar de descanso para la curia. Por su valor ecológico ni alcantarillado, ni carreteras pueden acercarse a sus instalaciones por lo que, el obispado, decidió construir un helipuerto.
Es una de esas noches pesadas llenas de mosquitos, sudor y gatos en celo. Noches de descanso nulo en el que uno se mete en casa porque no hay nada mejor que hacer. Los maullidos de aquella maldita gata la han despertado: "Parece un niño llorando, así se la lleve el diablo". Con unas chancletas, un vestido fino y la cesta de la colada, clapclapea por una calle repleta de murmullos que, saliendo desde las ventanas reverberan entre paredes y aceras vacías. Fue una colada a las 5 de la madrugada, nadie se explica por qué pero esa noche, la lavandería, permanecía abierta. Se encontraba inusualmente sucia: Botellas, bolsas, papel de aluminio, fruta, cubiertos y varios charcos de un líquido oscuro que apestaba y hacía las delicias de abejas y mosquitos. Después de vadear el suelo escoge la lavadora más apartada y espera a que termine el programa corto. Por lo menos se está más fresco que en casa y por la mañana podrá remolonear un poco. Aunque el nauseabundo olor dulzón y acre se había mitigado, todavía mareaba. Con el entrar y salir a coger agua de la fuente consigue escucharlo. Es la lavadora más pringosa y teme abrir la puerta. Grita a una pareja que pasea por la calle, repitiéndolo dos veces más, hasta que comienzan a salir algunos vecinos a las ventanas. Pronto, la calle se llena de curiosos que no saben qué ocurre, a la gran mayoría ni les importa pero han acudido puede que atraídos por los gritos o simplemente por salir del horno en que se habían convertido sus habitaciones. Ante la algarabía, el sonido procedente de la lavadora cesa hasta que la vieja con zapatillas y falda a juego se hace paso entre la muchedumbre, retira a los curiosos para tener campo de acción y consigue que la temerosa lavandera articule palabra. Con las piernas entreabiertas y suavidad cirujana accede al seno sanguinolento del que, después de varios movimientos, saca un rechoncho y somnoliento bebé. El pueblo decide el nombre de Jensen, en honor al vientre  del que surgió y, después de comprobar su perfecto estado de salud, las autoridades, se dedican a buscar una familia.




En las ciudades pequeñas las noticias vuelan, se desarrollan y, antes que el interesado toque suelo, todo el mundo conoce la solución al problema. Así ocurrió con "el hijo de la lavadora", la familia más acorde para encasquetar al "acontecimiento" fueron dos hermanas: "Esa" y "La otra", hijas de un pocero y conocidas por denunciar, años atrás, la desaparición de la menor "La perdida". La policía no encontró indicios de asesinato o secuestro y decidió esperar a que apareciese de nuevo. El nacimiento de Jensen fue el resultado lógico, aquel alumbramiento, sin duda, coincidía con el modus operandi de "La perdida", abandonándolo de aquella manera para volver a desaparecer. 
Quizás el hedor que circundaba la vivienda o la poca sensibilidad que demostraron más adelante, tuvieron algo que ver con el rechazo vecinal a aquella familia. Todos estaban de acuerdo en la bondad y buena predisposición de Pancracio, al que una mujer casquivana y digámoslo claro, sucia, abandonó por un vendedor ambulante, dejándole tres hijas herederas de sus malas maneras. Pancracio, el pocero, gozaba de las instalaciones de la casa consistorial una vez al mes. Comía, vaciaba la fosa séptica y , después de un buen baño de espuma, reparaba luces o apretaba algún grifo. Fue el diablo quien hizo que dos días antes de acudir al vaciado de la santa pila, una furgoneta de correos se desplomase por el foso que limpiaba. Tardó tres horas en aparecer un voluntario que bajase a la inmundicia para envolver al buen pocero y transportarlo en ambulancia al hospital. Tras 6 horas de operaciones, transfusiones y oraciones por su alma "Esa" decidió trasladarlo a otro hospital en contra de la opinión del alcalde, el obispo y la ciudadanía en general, donde se repone de dos pequeñas deficiencias en el habla y el aparato locomotor. La falta de responsabilidad de aquella mujer obligó al obispado a negociar con la veintena de poceros que doblaban y hasta triplicaban el presupuesto de Pancracio, dios lo tenga en su gloria. Después de un mes de arduas negociaciones y una cura de descanso de la conferencia episcopal, el Señor escuchó las plegarias de sus representantes en la tierra, anegando las tierras bajas con un río de santa pestilencia y ahorrando a las arcas eclesiásticas el pago del abuso del que iban a ser objeto. Fue el mayor desastre ecológico de la comarca, siendo noticia nacional para mayor vergüenza de todos. Aquella maldita mujer, aquella bruja engreída y tozuda privó, al buen pocero, de hacer aquello para lo que estaba llamado, el vaciado de la divina cloaca. El ayuntamiento se vio obligado a crear un impuesto especial para la limpieza y entre colectas y donativos para las reparaciones, la casa consistorial tuvo su conexión al alcantarillado y Chefessa volvió a su esplendor de siempre, aunque "Esa" y "La otra" quedaron marcadas por su insensibilidad y no aportar ni un euro para reparar lo provocado.
Sin voluntarios para tamaña tarea, el párroco sacrificó su integridad al ser obligado a llevar a Jensen y la correspondiente canastilla con todo lo necesario para un mes: pañales, leche, biberones, una manta y una estampita de la Virgen de los Desamparados que lo protegiese de sus cuidadoras. Llamó a la puerta en repetidas ocasiones sin recibir respuestas pero reconoció, en la lluvia repentina, la señal que el Gran Hacedor siempre muestra a los justos. La terquedad de aquellas mujeres era desesperante así que, tras aporrear la puerta por última vez, lo soltó allí mismo, al fin y al cabo eran su familia... los designios del Señor son inescrutables. 

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