martes, 10 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 2: Crece




Paralizada quedó La otra, al abrir la puerta. A punto estuvo de pisarlo al salir para ver quien llamaba con tanta intensidad. Ni una palabra, ni un gesto, solo la cabeza baja y los ojos fijos en la estampita de la Virgen de los Desamparados que nadaba sobre las mantas. Se abrazó a su mantilla agujereada para protegerse de las gotas que le mojaban los pies hasta que Esa llegó a su lado. Patearon el cesto hacia el interior cuando, al levantar una de las telas, escucharon el gorgojeo como el que hacen los gatos cuando se ahogan. Pensaron llamar a la policía pero, La otra, estaba segura de haber visto al párroco corriendo calle abajo y por lo tanto, el responsable del paquete. Tal vez, el niño, era fruto de sus devaneos con la criada del alcalde, también ellas habían escuchado los rumores, o quizás era el hijo del mismo alcalde. El párroco conocía la lealtad que su padre le profesaba. Sería su último secreto, si, seguro que era algo de eso, seguro. Ninguna de las dos sabía qué hacer con aquello, ni ganas, ni medios, ni lugar donde meterlo. Mientras el viejo pocero trabajaba las hermanas ocupaban el sofá y luego, cuando fue hospitalizado, "Esa" se quedó su habitación insinuando algunos dolores reumáticos imaginarios. La decisión no tardó en llegar, tras aquella noche de llantos, vómitos y heces líquidas, la cocina era el lugar adecuado para dejarlo. 
Durante los primeros años nadie tuvo noticias. Cuando las vecinas se cruzaban con alguna de las hermanas la tentación de saber acuciaba, pero conociendo como se las gastaban cualquiera de ellas, era mejor preguntar al frutero, al carnicero, al doctor o a las vecinas cuyas casas colindaban con aquella cochambre. Parecía increíble pero ni alcalde, ni párroco sabían nada. En el camposanto no había novedad desde el entierro del pobre Pancracio, al menos, eso, era tranquilizador.
La mañana anterior a todos los santos del cuarto año, vieron a La otra con un pequeño de la mano, en nada se parecía a ellas ya que tenía el pelo rubio y la piel blanca. Iba limpio y parecía bien alimentado, seguro que había salido al padre, por suerte. La actividad del pueblo se paralizó para ver cómo se dirigían hacia la lavandería. Jamás, en todos los años que llevaba abierto aquel local, habían visto a ninguna de las dos acercarse allí, lavaban en el río, como las antiguas. Como si el padre no hubiese dejado un buen dinero para mantenerlas... Aquella mañana, la criada del alcalde recogía la colada y fue testigo de como Esa, La otra y el niño se plantaban frente a la máquina más cercana a la puerta. -"De ahí saliste tú", decía Esa. -"Por eso olías tan bien", apostillaba La otra, mientras leía los carteles: Solo lavado: 2€, lavado y secado: 4€, lavado y secado especial: 7€. Aunque la vio por primera vez y pese a su corta edad  estaba seguro que la suya era la del lavado especial, era la más grande y reluciente. Realmente era preciosa, su madre. 

                                        


Aquel día,  también descubrió que existían otras personas como ellos. Nunca había salido de aquella casa, sus días transcurrían bajo la mesa escuchando como bullía el agua o siguiendo con los ojos el diseño de los azulejos de la pared. Había encontrado caras entre los desconchados y, con las migas que caían, hacía dibujos. El ronquido del grifo, los ratones subiendo y bajando o alguna vez la radio, eran los sonidos de su vida ya que, Esa y La otra, no eran dadas al parloteo y le tenían prohibido salir de aquel cuarto. Entendía las palabras aunque no las usaba más que lo necesario, pronto aprendió que al pedir, llorar o hacer ruido obtenía un buen sopapo. Allí abajo, cubierto por el mantel polvoriento y raído, se sentía a salvo. Tras conocer a su madre la curiosidad le encontró y, cuando nadie le veía, subía a la mesa para mirar a través de la ventana. Descubrió personas con faldas y bolsas, con faldas y sombreros, con faldas y moños, pero ninguna como su madre (ninguna como la suya). Algunas noches, cuando estaba inquieto, saltaba por la ventana y se acercaba a verla tras la verja. Eran curiosas sus facciones y deseaba escucharla pero, mientras esperaba que llegase ese día, se conformaba con la foto del papel. Una mañana, al llegar de una de sus excursiones, se encontró con el médico que venía a llevarse a Esa -"necesita una operación urgentemente", dijo y con ellos dos también se fue La otra. ¡Por fin, la casa para él solo!. Se sentó en el sofá y entró en la habitación a rebuscar la comida que escondían en los cajones. Cuando se aburrió salió a la calle para ver a su madre, cruzándose con faldas con gorro, faldas con bolso, faldas y pantalones... que no hacían nada más que caminar. Se distrajo siguiendo a unos y otros que escogía según el color de sus ropas o el olor que desprendían... Le miraban igual que las hermanas al echarle de comer y decidió dar cierta distancia a sus víctimas, parándose y mirando hacia otro lado. Siguiendo a dos pantalones se encontró ante el mayor descubrimiento hasta aquel momento: Seres inmóviles tras una ventana gigante y de la que salía un olor buenísimo. El bullicio le aturdía, una multitud caminando en círculos con los brazos llenos de ropa que cambiaban al salir de aquel cuarto. Después de mudar todo su atuendo recorrió el centro comercial buscando aquel olor hipnótico. Decenas de barras de pan caliente expuestas en un mostrador al que corrió antes que aquella hambrienta marabunta las hiciera desaparecer. Mientras pellizcaba su barra se acercó a la que le daba queso cortado, la que cantaba la bondad del lomo, las bolsas de leche... para terminar sentado a los pies de uno de aquellos seres inmóviles que le sonreían. Al salir comenzaba a anochecer y se apresuró para ver a su madre, con algo de suerte podría escucharla. Se sentó frente a ella, mirándola fijamente hasta que una vieja con zapatillas y falda a juego, antes de cerrar, le acompañó en su contemplación.
Los días se repetían, se tiraba en la cama de Esa y se levantaba para reunirse con los inmóviles y al anochecer iba ver a su madre hasta que cerraban. El centro comercial era un lugar agradable, caliente y además no tenía que rebuscar en los cajones para encontrar comida. Le molestaba el ruido que producían los caminantes en círculos, pero encontró como esquivarlos. Bajó a buscar pan y aquellos lomos y quesos tan buenos, abrió una lata de refresco y se fue al baño. Había un secador eléctrico y jabón con olor a manzana y sebo, allí apenas había gente y podía comer con tranquilidad. Se miraba en el espejo pensando en lo diferente que era de ella y lo mucho que se parecía a los inmóviles, "a lo mejor se han confundido", pensó, "a lo mejor soy uno de ellos y me dejaron allí para limpiarme". Después de lavarse y atusarse el pelo, guardó su lata en el bolsillo y salió. El pitido de aquella máquina abalanzó contra él al tipo más gordo del local, que le gritaba y preguntaba por su madre. - "Mi madre es la lavadora del lavado especial, la de 7€, pregunte a cualquiera, todos lo saben". 

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