martes, 17 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 3: Se reproduce.



El incidente en el centro comercial, donde le habían prohibido la entrada, creó un gran revuelo gubernamental. No podían permitir que un raterillo cualquiera, hijo y nieto de una mala genética, acabase con la paz de un pueblo ejemplo de tranquilidad y buena vecindad. Desde la campaña de concienciación ciudadana consistente en la colocación de alarmas y puertas blindadas de la honesta empresa del alcalde, los robos habían descendido al 1%. Robos, decían, realizados por indeseables foráneos con conexiones mafiosas, hecho que imposibilitaba recuperar algo de lo sustraído. El bando municipal, recibido con la aprobación general de la ciudadanía, ordenaba el internamiento del inadaptado. Después de dos días de búsqueda policial infructuosa, se le dio por desaparecido.
A sus ocho años jamás había pisado un colegio, su tiempo transcurría entre la búsqueda de comida y las visitas a su madre, se paseaba por el pueblo bajo las miradas reprobadoras de los vecinos. Estaba andrajoso y muy delgado y, cuando todo cerraba, aprovechaba las fuentes para mantenerse limpio. Sentado en el agua lo encontró la vieja con zapatillas y falda a juego, al volver a la lavandería. Cuando le ofreció compartir cena Jensen no lo pensó dos veces.
Desde la ventana de su nueva habitación podía ver el huerto y los naranjos del jardín y, al amanecer, le despertaba el canto del gallo. Corría al gallinero a recoger los huevos para el desayuno mientras, la vieja con zapatillas y falda a juego, se vestía. Naranjas, zanahorias, pan tostado y huevos revueltos que comían en silencio entre miradas y correcciones posturales. Ya no protestaba por la ducha, no valía la pena y apuraba el tiempo para ver como salía a abrir la lavandería. Camisa blanca y zapatillas, falda y chaqueta verdes los lunes, azul, los martes; granate, los miércoles; gris, los jueves; morado, los viernes; negro, los sábados y negro con línea blanca, los domingos. Medias negras que no mostraban ni un atisbo de piel, cabello mojado y recogido en un moño y abrigo gris hasta las rodillas que cepillaba diariamente y colgaba en un galán, la terminar el día. 




La casa era parecida a la de las hermanas, aunque ahora tenía una habitación propia. Las mañanas las pasaba limpiando el gallinero, contemplando a los pollitos que se arremolinaban a sus pies picando el grano, haciendo recados y visitando a los inmóviles, con los que pasaba mucho rato antes de la visita oficial a la lavandería y que , a pesar del cristal que los separaba, escuchaba perfectamente. Aprendió a subirse a los árboles y, todas las noches, esperaba a la vieja para contar las frutas y sumarlas a las del día anterior. Debía dejar seis naranjas sobre la mesa, las más hermosas. Apartaba las abiertas y deformes para mermeladas y las sobrantes se repartían en dos cajas en las que se leía "alcalde" y "casa consistorial". Todos los martes, a las 10 en punto, la criada del alcalde aparecía en un carromato conducido por un mozo. Bajaban, el mozo cargaba las cajas y la asistenta rubricaba un papel que la vieja guardaba en un cajón. Era una operación automática, sin miradas ni palabras, tan sencilla que llegó el día en que Jensen se encargó de recibirlos.
Algunos domingos, mientras sonaban las campanas de la iglesia, la vieja degollaba a la gallina más vieja, hervía agua en la perola más grande y en ella  la introducía para que el niño la desplumara. Las plumas se hervían y guardaban en bolsas para luego formar parte de alguna almohada o colcha intercambiada, a su vez, por ropa, comida o semillas.
En ocasiones le dictaba la compra que traería al día siguiente (azúcar, leche, semillas de zanahorias y maíz), le enseñaba a contar las monedas y dónde debía comprarlos (como si lo necesitara). El maíz lo compraba cerca de la casa de las hermanas, a una manzana de la vieja, donde siempre le hacían esperar y por tanto, la última tienda en visitar.  Aquella tarde se paseó por lo que fue su primer hogar, convertido en un montón de cascotes malolientes. Llegó hasta la cocina y, en la única pared que quedaba en pie, volvió a recorrer con la mirada las líneas de los pocos azulejos que quedaban y reconoció las caras de los desconchados. Sacó algunas semillas de zanahoria y dibujó algo parecido a su nuevo jardín y cuando el viento lo borró volvió a la realidad. Seguía apestando. Al llegar a casa colocó cada cosa en su lugar y, guardando cajas, descubrió otra con fotos de una joven en lugares desconocidos. Hoy no visitará a nadie, prefiere a estos nuevos inmóviles. 
Sonríe al verse tan joven, tan libre, cuando todavía olía a viento y a sal, cuando llevaba el pelo suelto y se ponía lo primero que encontraba, cuando el mundo se le hacía pequeño y, en su ruta hacia ningún lugar, encontró otra vida. Creyó que sería por poco tiempo, no tenía prisa, hasta que llegaron los compromisos, los hijos... En la habitación de al lado se soltó de nuevo el pelo, se puso el mismo vestido de la foto y descalza, se reunió con Jensen que miraba y remiraba, ya no era tan vieja. Durante la cena le habló de la costa, donde había nacido, de los barcos y la gente de mar. Hablaron durante horas hasta que, a las 10 en punto, Jensen abrió la puerta.
El viento golpeaba las ramas aquella noche, parecían espadas blandidas por  piratas protegiendo su tesoro. Soñaba con pescas de altura acompañado por los inmóviles y la vieja al timón, turbados por losllantos de una mujer. Con la puerta entreabierta vio a la criada del alcalde llorando y acusando a la vieja. -"Yo me encargo", le respondió ella, mientras acercaba un pañuelo a la criada que se fue golpeando la puerta. La mañana siguiente transcurrió más seria y callada, como las siguientes y las noches las pasaba en la cocina revisando los pedidos pieza por pieza. Semana a semana menguaban sus fuerzas, obligando a Jensen a hacerse cargo de animales, compras, recogida de fruta y cerrado y apertura de la lavandería. No dejaba que tocase la fruta una vez recogida, excepto las seis naranjas de la mesa que ella ni probaba, tocando y recontando hasta la extenuación hasta que le hizo prometer que, cuando ya no estuviese, vaciaría el cajón de los sobres y partiría a ver el mar.
Sentado en la muralla, observa al párroco, al alcalde y los vecinos mientras la pala se hunde en la tierra que la cubrirá por completo. Allí esperará al inicio oficial del invierno, cuando la niebla cubre el valle. Una niebla que no desaparecerá hasta que el viento siberiano traiga consigo la nieve.

martes, 10 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 2: Crece




Paralizada quedó La otra, al abrir la puerta. A punto estuvo de pisarlo al salir para ver quien llamaba con tanta intensidad. Ni una palabra, ni un gesto, solo la cabeza baja y los ojos fijos en la estampita de la Virgen de los Desamparados que nadaba sobre las mantas. Se abrazó a su mantilla agujereada para protegerse de las gotas que le mojaban los pies hasta que Esa llegó a su lado. Patearon el cesto hacia el interior cuando, al levantar una de las telas, escucharon el gorgojeo como el que hacen los gatos cuando se ahogan. Pensaron llamar a la policía pero, La otra, estaba segura de haber visto al párroco corriendo calle abajo y por lo tanto, el responsable del paquete. Tal vez, el niño, era fruto de sus devaneos con la criada del alcalde, también ellas habían escuchado los rumores, o quizás era el hijo del mismo alcalde. El párroco conocía la lealtad que su padre le profesaba. Sería su último secreto, si, seguro que era algo de eso, seguro. Ninguna de las dos sabía qué hacer con aquello, ni ganas, ni medios, ni lugar donde meterlo. Mientras el viejo pocero trabajaba las hermanas ocupaban el sofá y luego, cuando fue hospitalizado, "Esa" se quedó su habitación insinuando algunos dolores reumáticos imaginarios. La decisión no tardó en llegar, tras aquella noche de llantos, vómitos y heces líquidas, la cocina era el lugar adecuado para dejarlo. 
Durante los primeros años nadie tuvo noticias. Cuando las vecinas se cruzaban con alguna de las hermanas la tentación de saber acuciaba, pero conociendo como se las gastaban cualquiera de ellas, era mejor preguntar al frutero, al carnicero, al doctor o a las vecinas cuyas casas colindaban con aquella cochambre. Parecía increíble pero ni alcalde, ni párroco sabían nada. En el camposanto no había novedad desde el entierro del pobre Pancracio, al menos, eso, era tranquilizador.
La mañana anterior a todos los santos del cuarto año, vieron a La otra con un pequeño de la mano, en nada se parecía a ellas ya que tenía el pelo rubio y la piel blanca. Iba limpio y parecía bien alimentado, seguro que había salido al padre, por suerte. La actividad del pueblo se paralizó para ver cómo se dirigían hacia la lavandería. Jamás, en todos los años que llevaba abierto aquel local, habían visto a ninguna de las dos acercarse allí, lavaban en el río, como las antiguas. Como si el padre no hubiese dejado un buen dinero para mantenerlas... Aquella mañana, la criada del alcalde recogía la colada y fue testigo de como Esa, La otra y el niño se plantaban frente a la máquina más cercana a la puerta. -"De ahí saliste tú", decía Esa. -"Por eso olías tan bien", apostillaba La otra, mientras leía los carteles: Solo lavado: 2€, lavado y secado: 4€, lavado y secado especial: 7€. Aunque la vio por primera vez y pese a su corta edad  estaba seguro que la suya era la del lavado especial, era la más grande y reluciente. Realmente era preciosa, su madre. 

                                        


Aquel día,  también descubrió que existían otras personas como ellos. Nunca había salido de aquella casa, sus días transcurrían bajo la mesa escuchando como bullía el agua o siguiendo con los ojos el diseño de los azulejos de la pared. Había encontrado caras entre los desconchados y, con las migas que caían, hacía dibujos. El ronquido del grifo, los ratones subiendo y bajando o alguna vez la radio, eran los sonidos de su vida ya que, Esa y La otra, no eran dadas al parloteo y le tenían prohibido salir de aquel cuarto. Entendía las palabras aunque no las usaba más que lo necesario, pronto aprendió que al pedir, llorar o hacer ruido obtenía un buen sopapo. Allí abajo, cubierto por el mantel polvoriento y raído, se sentía a salvo. Tras conocer a su madre la curiosidad le encontró y, cuando nadie le veía, subía a la mesa para mirar a través de la ventana. Descubrió personas con faldas y bolsas, con faldas y sombreros, con faldas y moños, pero ninguna como su madre (ninguna como la suya). Algunas noches, cuando estaba inquieto, saltaba por la ventana y se acercaba a verla tras la verja. Eran curiosas sus facciones y deseaba escucharla pero, mientras esperaba que llegase ese día, se conformaba con la foto del papel. Una mañana, al llegar de una de sus excursiones, se encontró con el médico que venía a llevarse a Esa -"necesita una operación urgentemente", dijo y con ellos dos también se fue La otra. ¡Por fin, la casa para él solo!. Se sentó en el sofá y entró en la habitación a rebuscar la comida que escondían en los cajones. Cuando se aburrió salió a la calle para ver a su madre, cruzándose con faldas con gorro, faldas con bolso, faldas y pantalones... que no hacían nada más que caminar. Se distrajo siguiendo a unos y otros que escogía según el color de sus ropas o el olor que desprendían... Le miraban igual que las hermanas al echarle de comer y decidió dar cierta distancia a sus víctimas, parándose y mirando hacia otro lado. Siguiendo a dos pantalones se encontró ante el mayor descubrimiento hasta aquel momento: Seres inmóviles tras una ventana gigante y de la que salía un olor buenísimo. El bullicio le aturdía, una multitud caminando en círculos con los brazos llenos de ropa que cambiaban al salir de aquel cuarto. Después de mudar todo su atuendo recorrió el centro comercial buscando aquel olor hipnótico. Decenas de barras de pan caliente expuestas en un mostrador al que corrió antes que aquella hambrienta marabunta las hiciera desaparecer. Mientras pellizcaba su barra se acercó a la que le daba queso cortado, la que cantaba la bondad del lomo, las bolsas de leche... para terminar sentado a los pies de uno de aquellos seres inmóviles que le sonreían. Al salir comenzaba a anochecer y se apresuró para ver a su madre, con algo de suerte podría escucharla. Se sentó frente a ella, mirándola fijamente hasta que una vieja con zapatillas y falda a juego, antes de cerrar, le acompañó en su contemplación.
Los días se repetían, se tiraba en la cama de Esa y se levantaba para reunirse con los inmóviles y al anochecer iba ver a su madre hasta que cerraban. El centro comercial era un lugar agradable, caliente y además no tenía que rebuscar en los cajones para encontrar comida. Le molestaba el ruido que producían los caminantes en círculos, pero encontró como esquivarlos. Bajó a buscar pan y aquellos lomos y quesos tan buenos, abrió una lata de refresco y se fue al baño. Había un secador eléctrico y jabón con olor a manzana y sebo, allí apenas había gente y podía comer con tranquilidad. Se miraba en el espejo pensando en lo diferente que era de ella y lo mucho que se parecía a los inmóviles, "a lo mejor se han confundido", pensó, "a lo mejor soy uno de ellos y me dejaron allí para limpiarme". Después de lavarse y atusarse el pelo, guardó su lata en el bolsillo y salió. El pitido de aquella máquina abalanzó contra él al tipo más gordo del local, que le gritaba y preguntaba por su madre. - "Mi madre es la lavadora del lavado especial, la de 7€, pregunte a cualquiera, todos lo saben". 

jueves, 5 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap.1: Nace


 A los malvados los mata su propia maldad; los que odian serán castigado. Pero el    señor salva la vida a sus siervos. ¡No serán castigados los que en Él confían!. Salmo 34. 


En pleno centro de Italia, donde la cremallera se atasca con el gemelo, se encuentra Chefessa, una villa entre la modernidad y la tradición. Un pueblo interior tranquilo y próspero gracias al turismo religioso/familiar que proporciona la reserva natural que circunda sus límites. Salpicada por múltiples ermitas, una concatedral y una gran casa consistorial en lo alto de la loma y, en gran medida, responsable del nombramiento de la reserva, es lugar de descanso para la curia. Por su valor ecológico ni alcantarillado, ni carreteras pueden acercarse a sus instalaciones por lo que, el obispado, decidió construir un helipuerto.
Es una de esas noches pesadas llenas de mosquitos, sudor y gatos en celo. Noches de descanso nulo en el que uno se mete en casa porque no hay nada mejor que hacer. Los maullidos de aquella maldita gata la han despertado: "Parece un niño llorando, así se la lleve el diablo". Con unas chancletas, un vestido fino y la cesta de la colada, clapclapea por una calle repleta de murmullos que, saliendo desde las ventanas reverberan entre paredes y aceras vacías. Fue una colada a las 5 de la madrugada, nadie se explica por qué pero esa noche, la lavandería, permanecía abierta. Se encontraba inusualmente sucia: Botellas, bolsas, papel de aluminio, fruta, cubiertos y varios charcos de un líquido oscuro que apestaba y hacía las delicias de abejas y mosquitos. Después de vadear el suelo escoge la lavadora más apartada y espera a que termine el programa corto. Por lo menos se está más fresco que en casa y por la mañana podrá remolonear un poco. Aunque el nauseabundo olor dulzón y acre se había mitigado, todavía mareaba. Con el entrar y salir a coger agua de la fuente consigue escucharlo. Es la lavadora más pringosa y teme abrir la puerta. Grita a una pareja que pasea por la calle, repitiéndolo dos veces más, hasta que comienzan a salir algunos vecinos a las ventanas. Pronto, la calle se llena de curiosos que no saben qué ocurre, a la gran mayoría ni les importa pero han acudido puede que atraídos por los gritos o simplemente por salir del horno en que se habían convertido sus habitaciones. Ante la algarabía, el sonido procedente de la lavadora cesa hasta que la vieja con zapatillas y falda a juego se hace paso entre la muchedumbre, retira a los curiosos para tener campo de acción y consigue que la temerosa lavandera articule palabra. Con las piernas entreabiertas y suavidad cirujana accede al seno sanguinolento del que, después de varios movimientos, saca un rechoncho y somnoliento bebé. El pueblo decide el nombre de Jensen, en honor al vientre  del que surgió y, después de comprobar su perfecto estado de salud, las autoridades, se dedican a buscar una familia.




En las ciudades pequeñas las noticias vuelan, se desarrollan y, antes que el interesado toque suelo, todo el mundo conoce la solución al problema. Así ocurrió con "el hijo de la lavadora", la familia más acorde para encasquetar al "acontecimiento" fueron dos hermanas: "Esa" y "La otra", hijas de un pocero y conocidas por denunciar, años atrás, la desaparición de la menor "La perdida". La policía no encontró indicios de asesinato o secuestro y decidió esperar a que apareciese de nuevo. El nacimiento de Jensen fue el resultado lógico, aquel alumbramiento, sin duda, coincidía con el modus operandi de "La perdida", abandonándolo de aquella manera para volver a desaparecer. 
Quizás el hedor que circundaba la vivienda o la poca sensibilidad que demostraron más adelante, tuvieron algo que ver con el rechazo vecinal a aquella familia. Todos estaban de acuerdo en la bondad y buena predisposición de Pancracio, al que una mujer casquivana y digámoslo claro, sucia, abandonó por un vendedor ambulante, dejándole tres hijas herederas de sus malas maneras. Pancracio, el pocero, gozaba de las instalaciones de la casa consistorial una vez al mes. Comía, vaciaba la fosa séptica y , después de un buen baño de espuma, reparaba luces o apretaba algún grifo. Fue el diablo quien hizo que dos días antes de acudir al vaciado de la santa pila, una furgoneta de correos se desplomase por el foso que limpiaba. Tardó tres horas en aparecer un voluntario que bajase a la inmundicia para envolver al buen pocero y transportarlo en ambulancia al hospital. Tras 6 horas de operaciones, transfusiones y oraciones por su alma "Esa" decidió trasladarlo a otro hospital en contra de la opinión del alcalde, el obispo y la ciudadanía en general, donde se repone de dos pequeñas deficiencias en el habla y el aparato locomotor. La falta de responsabilidad de aquella mujer obligó al obispado a negociar con la veintena de poceros que doblaban y hasta triplicaban el presupuesto de Pancracio, dios lo tenga en su gloria. Después de un mes de arduas negociaciones y una cura de descanso de la conferencia episcopal, el Señor escuchó las plegarias de sus representantes en la tierra, anegando las tierras bajas con un río de santa pestilencia y ahorrando a las arcas eclesiásticas el pago del abuso del que iban a ser objeto. Fue el mayor desastre ecológico de la comarca, siendo noticia nacional para mayor vergüenza de todos. Aquella maldita mujer, aquella bruja engreída y tozuda privó, al buen pocero, de hacer aquello para lo que estaba llamado, el vaciado de la divina cloaca. El ayuntamiento se vio obligado a crear un impuesto especial para la limpieza y entre colectas y donativos para las reparaciones, la casa consistorial tuvo su conexión al alcantarillado y Chefessa volvió a su esplendor de siempre, aunque "Esa" y "La otra" quedaron marcadas por su insensibilidad y no aportar ni un euro para reparar lo provocado.
Sin voluntarios para tamaña tarea, el párroco sacrificó su integridad al ser obligado a llevar a Jensen y la correspondiente canastilla con todo lo necesario para un mes: pañales, leche, biberones, una manta y una estampita de la Virgen de los Desamparados que lo protegiese de sus cuidadoras. Llamó a la puerta en repetidas ocasiones sin recibir respuestas pero reconoció, en la lluvia repentina, la señal que el Gran Hacedor siempre muestra a los justos. La terquedad de aquellas mujeres era desesperante así que, tras aporrear la puerta por última vez, lo soltó allí mismo, al fin y al cabo eran su familia... los designios del Señor son inescrutables.