martes, 7 de abril de 2015

El tercer hijo.





Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela. Se podría decir que era una mujer de otro tiempo, pero no, era una mujer, nada más. Una mujer con el carácter y la fuerza necesaria para llevar adelante a sus muchos hijos sin apenas recursos. La principal característica de todos ellos, mis tíos, era el orgullo. Éste nació de ser de los pocos, niños y padres, que sabían leer y escribir en una época donde el analfabetismo era lo habitual.
Podría hablar durante horas, días enteros sobre la vida de mi abuela, pero solo daré una pequeña pincelada. Era sirvienta de una casa acomodada que terminó casándose con el hijo menor del señor y que, al hacerlo, fue apartado de la familia como un apestado. Ella, la abuela, rechazaba sistemáticamente todo lo que viniese de "los señoritos", incluidos bienes o dinero, y se dedicó a tener hijos, criarlos, vigilarlos y enterrar a algunos de ellos. Mi padre: el menor de todos, el malcriado. El que entraba en la finca de los frutales y esperaba, sentado en lo alto de la tapia, a que llegase el vigilante mientras repartía, entre los niños que se arremolinaban a sus pies, parte de la fruta robada. Cuando el vigilante estaba lo suficientemente cerca gritaba su nombre y salía pitando entre el júbilo de toda la chavalada. Más tarde, cuando el pobre hombre se atrevía a hablar con mi abuela, siempre salía malparado y con la moral alicaída. Cuando el golfillo aparecía por casa, era fuertemente sermoneado pero cualquier castigo desaparecía al olor de la fruta madura.
 En la familia, las formas, tanto en público como en privado, eran importantes. El porte del abuelo era imponente, el tono de voz, el uso del lenguaje y algunos trajes de su pasado, le habían otorgado el apodo de "el conde", por lo que la familia  era conocida como "Los condes". Mi abuela leía y escribía las cartas a los vecinos, explicaba, en caso de necesidad, los trámites necesarios para cualquier oficialidad y, cuando lo pedían, enseñaba a leer y sumar a algún adulto. Todos sus hijos iban al colegio con pantalones de tela buena (aprovechada de los trajes que ya no le servían al abuelo) y camisas blancas, zapatos y calcetines limpios, peinados y lavados y con las carteras lustrosas y, aunque no había dinero, podrían codearse con cualquier secretario, banquero u oficial que lo requiriese. El único garbanzo negro: mi padre, al que todos tapaban sus "cosillas", reían sus gracias y aceptaban sus desplantes.
Al llegar la adolescencia descubrió el póker. Le gustaba aquel ambiente de señoritos y, como no se le daba mal, disfrutaba desplumándolos. La apuesta mínima era una peseta, de la que carecía, pero se hacía acompañar de algún amigo al que culpaba, obteniendo, en muchas ocasiones, el crédito de algún contendiente que veía en él los modales de un prócer social. El dinero recaudado era invertido en desapariciones de la pandilla durante tres o cuatro días, para lo que diese, y en muchas ocasiones con deudas en hoteles de mala muerte o "mujeres de mal vivir".
Con 24 años conoció a la que sería mi madre, una jovencita llamada a la santidad, recluida en una casona para hacer ejercicios espirituales. Se colaron tres, entre los que no estaba mi padre, con intención de ver a las muchachas más de cerca, decían, pero no pasaron del hall de la entrada. No supieron de donde venían la somanta de palos que recibieron, con el resultado de una nariz rota, una tibia y el orgullo empapado en el barro del camino. Aquel abuso de poder llevó al"el pequeño conde" a llamar a la puerta enérgicamente reclamando una explicación. Resultado: estancia para los damnificados y cena gratis para el resto. La semana siguiente se pasó entre visitas a los enfermos y charlas sobre la historia del lugar. Los cuidados a los enfermos eran practicados por las futuras novicias, entre las que se encontraba mi madre. Los educados requiebros y una personalidad malota hicieron el resto. Picó, la incauta.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un alcohólico. Un hombre que ha tenido unos hijos que le molestaban. Mi mayor recuerdo de él es su frase, repetida hasta la extenuación: "Chico, plantea tu tesis" o la que más odiaba: "Tú chico, eres tonto", aunque la mayor parte del tiempo, nos ignoraba. Fue mi madre quien llevó la peor parte. Sus celos, su machismo desmesurado, sus malos modos... Que yo sepa nunca fue maltratada físicamente, otra cosa es la psicológica, que ella intentaba sanar a base de rezos diarios y velas a los santos. Aunque dudo que estas características variasen sin el alcohol, ella lo achacaba todo a "su problemilla". Entendía que, una buena esposa, debía cubrir sus fechorías como antaño lo hicieron todos los que estaban a su alrededor y tal vez fue ella quien nos inculcó mayor perversión. Nos aleccionó para convencerlo de su problema, que era el alcohol quien lo enfrentaba a mi hermano mayor cuando llegó la adolescencia. El responsable de encontrar otra mujer, que se atrevió a entrar en casa para achacar a mi madre lo poco que lo cuidaba. Era el alcohol quien decía que en el bar estaba la verdad, quien mandó a la mierda al psicólogo y hasta dar el caso  por imposible.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el autodidacta musical. El que compuso cientos de piezas musicales sin saber música, el que escribía como un poseso en su libreta roja o dibujaba sin parar, rellenando las paredes con óleos, carboncillos, maderas quemadas... El que nos leía en voz alta la colección de grandes relatos. Quien nos compuso un mapa mundi con trozos de periódicos y nos dio para colorear. 
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el único que se mantiene en pie y sereno y, aunque no creo tener ningún trauma, observo con envidia a los padres con sus hijos en el parque y me pregunto como hubiese sido mi vida si me hubiese prestado la atención debida o quizás si no hubiese existido.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un hombre, como cualquier otro. 

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