sábado, 13 de julio de 2013

La llamada de la tierra


Llevaba 3 días de travesía por la jungla, en el viaje más triste de su historia Volvía a despedirse, esta vez definitivamente, del hombre que antaño le habían puesto sus padres como guía. Sintió de nuevo la misma sensación de desmayo al ver a lo lejos su silueta. Esbelto, piel cobriza y mirada profunda. Sus ojos se cruzaron, la mano de ella le saludó, recibiendo a cambio una enorme sonrisa y un beso lanzado al aire.
Recordó cuando era apenas una niña de 16 años y aquella voz cálida, serena, profunda le había atrapado. Era el encargado de su seguridad en un ambiente díscolo y desconocido, con animales salvajes y seres humanos en busca de cualquier europeo como intercambio. Tenía el encargo de no separarse de ella en ningún momento, enseñarle todo lo que considerase digno de interés en la zona: vegetación, fauna, rituales, comida, búsqueda de agua, funcionamiento del centro médico y por supuesto todos los proyectos futuros necesarios para la subsistencia de aquellas personas.

El calor era pegajoso, agobiante al que se unían los malditos mosquitos que llenaban todo. El olor dulzón y nauseabundo de las chozas recién hechas con excremento de elefante y que desaparecía al cabo de unos días. Todas las mañanas, se despertaba avisándole de la hora del desayuno y después de una rápida y escasa ducha fría se encaminaban al comedor comunitario. Leche de cabra aguada y una torta de pan artesano, que no ha vuelto a probar jamás. Su composición siempre ha sido un enigma para ella ya que, una sonrisa y un " cómetelo, fueron las únicas respuestas obtenidas.
Hacían excursiones que duraban días enteros en un todo terreno destartalado con una puerta trasera que se abría cada poco tiempo y les servía como ventilación. Sin nadie más con quien compartir emociones y preguntas, se descubrió como un magnífico compañero de viaje, protector, atento, cariñoso, pausado, observador y muy buen orador. Su educación extranjera, su pulcritud en las formas, la atención exquisita, los dedos largos y delicados enamoraron secretamente a la joven.
Fue durante la noche de la fiesta de la cosecha con los bailes y aquella música intensa, viva, sensual, profundamente terrenal, donde cada tambor era el latido de los corazones allí representados. Las manos del joven le indicaron el momento para bailar, los movimientos sencillos, rítmicos de su cuerpo la invitaban a dejarse llevar y un simple roce en la cara o el hombro estremecían todo su blanco y pequeño cuerpo. Fue una noche larga, silenciosa, de calor corporal y jadeos apagados en la soledad de su cama, él estaba a pocos metros los suficientes para exhalar el aroma a hierba seca de su piel. En su cerebro, retumbaron los tambores durante días, siempre coincidiendo con un acercamiento o una mirada.




Le mostró como posicionarse ante los animales peligrosos, donde y cuando hacer fuego y como hacer un refugio nocturno, lejos de las alimañas y la humedad del suelo. La paciencia de su guía resultó ser infinita, cada pregunta era respondida y cada tontería sonreída y festejada con otra mayor. No fue hasta el penúltimo día que ella se atrevió a tomarlo de la mano mientras vadeaban un pequeño riachuelo infectado de mosquitos, lo suficientemente molestos como para anular parcialmente la visión de la muchacha. Ante la torpeza de sus pasos, él la tomó en sus brazos y la llevó al otro lado. Allí, sentados a la sombra de un árbol, ella le confesó su profundo amor. Él escuchó atentamente, sin hacer ningún gesto y no fue hasta que terminó de hablar cuando él la abrazó, posó sus manos a ambos lados de su cara y la besó en la frente cogiendo, a continuación, su mano que la invitaba a caminar de nuevo. A pesar de la respuesta, fue un beso entrañable que la hacía sonreír al recordar ese momento.
Fue hace 15 días cuando se enteró que, finalmente, la hepatitis C que contrajo de niño, terminaba con su vida a pesar del trasplante de hígado al que fue sometido un lustro atrás. La falta de medicación de la zona y su negativa a abandonar aquella tierra que lo vio nacer, terminaron por ganar la batalla.
Se sentó en la silla del comedor comunitario con su leche de cabra aguada y la mirada envejecida y apagada de su amor adolescente. No hubo palabras, solo miradas, caricias y sonrisas. Pasearon hasta el árbol donde ella se declaró. De pie, tapados por la sombra, él la volvió a besar en la frente y ella le dio de nuevo la mano. " Deseo descansar para siempre en este lugar" y allí mismo es donde le visita su familia y amigos, el árbol al que jamás volverá porque ya nada le espera allí.

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