miércoles, 9 de marzo de 2016

Diario de un agujero negro (I)





En cuanto tuve consciencia de futuro, quise viajar. Cualquiera que preguntase qué sería de mayor escuchaba  lo mismo, turista. La responsable fue la bola del mundo, plástica y con relieve, que me regaló la tía Manolita. Era mediana, azul, amarilla y naranja, insertada en un mini trípode metálico. Sabía que la Tierra era en su mayor parte agua, lo había estudiado en las clases de doña Tecla y sus gafas en la punta de la nariz, pero verlo representado en aquella circunferencia chirriante, me encantaba. La puse en un lugar de honor, entre la barriguitas negra y la china, delante de las postales y las fotos de Guinea. El óxido y la rigidez aparecieron por efecto de la bañera y mi hermano mayor, que debía dar realismo al madelman submarinista, empleado de Cousteau. Me gustaba encontrar ciudades e imaginar cómo se viviría en ellas. Lo que más me atraía era Nueva Zelanda, por lo alejado y porque, en una ocasión, vi a uno que decía ser presidente del país ataviado con camisa, corbata, pareo y chancletas; tuve la impresión que allí, en aquel lugar la vida debía ser realmente placentera. Todas las semanas santas, navidades o veranos me moría de envidia viendo imágenes de gente con maletas, subiendo a aviones y trenes camino de un sueño  imposible, ya que mi madre siempre decía lo mismo: "Eso es para ricos". Era frustrante ver la cantidad de ricos que había en el mundo y que la maldita suerte me dejase caer entre los que no lo eran. Se me metió entre ceja y ceja  lograr salir, algún día, de aquel barrio. Soñaba mi vida  migrando a Bolivia o Mongolia, descubriendo tierras vírgenes, adentrándome y perdiéndome en el Amazonas para aparecer, años más tarde, jubilosa y adulta. En mis sueños no había compañeros, tan sólo viajes solitarios ya que mi sociabilidad dejaba mucho que desear y abarcaba de compañeros de clase, entre los que no encajaba, a una casa repleta de hombrecitos con privilegios que a mí se me negaban, por ser la única fémina. Me anoté mil veces en las listas de intercambios escolares, tantas como mi madre se había negado a ellos ya que en su mente estaba mal visto que una señorita se moviese sin tutela paterna o, al menos, fraterna (durante años odié la palabra "señorita"). No fue hasta mi entrada en la adolescencia cuando obtuve una furtiva y lejana promesa de viaje. Me agarré a ella como una certeza convenciendo a mi padre para la autorización de un pasaporte. Ahorré, callé, consentí y empeñé toda mi seducción en que aquellos, no tan desconocidos, cumpliesen lo prometido y sí, pude, aunque mi madre quiso dejar patente su negativa prohibiendo a todos una despedida de aeropuerto. Nunca supo cuánto agradecí aquello que formaba parte de las ensoñaciones de lo que, para mí, suponía viajar: soledad, sosiego, libertad, lejanía, olvido, ya desde la puerta de casa. Me fui a Oporto y de allí a París, acompañada por una prima lejana y su novio. Entre los tres no llegábamos ni a la edad de jubilación, pero nuestra actitud quería distar de la "novatería" y la imagen del pueblerino que viaja por primera vez por Europa. No lo conseguimos. Pertrechada con mi cámara al cuello, mochila y visera azul, fotografiaba todo lo que veía, acabando con el carrete de 36 en los primeros 20 minutos. Una gaviota en París, foto; un perro con tres patas, foto; un insecto polilingüe, foto; sombras, estelas, nubes... Ocho carretes en 3 días, fue el balance total, carretes que menguaban mi presupuesto en comida y que jamás fueron revelados por la escasez de mi economía. Aquella primera sensación fue el descubrimiento de una pasión, el camino por el que debería transcurrir mi vida, el objetivo. Aquello que nadie podía saber para que no se truncase, pero tan cierto y nítido como el latido de mi corazón. Aproveché cada excursión, cada salida extraescolar, cada actividad que me proporcionase un ingreso mínimo para llenar la caja de zapatos que escondía en mi armario y así transcurrieron los años vendiendo helados, rifas, bollos de leche, bocadillos en los recreos, dando clases de apoyo... sin olvidar mis notas escolares, que debían ser perfectas para evitar cualquier negativa. 

A los 16 años empecé a salir con uno de 20, un venezolano que decía tener pozos petrolíferos y ranchos con caballos. No sabía si aquello era cierto o no, tampoco me importaba, lo que sí tenía era un MG azul celeste descapotable en el que me venía a buscar a la salida del instituto y eso me hizo algo popular cara a los cursos superiores. El muchacho trabajaba en el puesto de la Cruz Roja de la playa y nos transportaba de  Samil al Bao en una barca neumática. Era guapo, atento, buscado y se había fijado en mí, "la bicho", y el día que se acercó y me contó que le gustaba, me dejé querer. Era agradable, mucho, ser mimada y el foco de atención de alguien. Fue lo que se llama mi primer novio oficial, de los de besar y dar la mano, los de tocar culo y manosear, pero yo era muy inocentona, entonces. Recuerdo el primer beso con lengua... asqueroso. Sabía a cenicero y no entendía qué hacía aquella lengua dentro de mi boca, era como si buscase algún trozo de carne perdido entre las encías, pero tampoco me atreví a decir nada, él era mayor, debía saber lo que hacía. Aparte de manosearnos, besuquearnos, pasar el mejor verano de mi adolescencia y pasear en descapotable, salíamos con algunos de sus amigos y, entre ellos apareció un rubiaco impresionante, bigardo, delgado, simpático, el tipo al que mejor le han quedado unos tejanos que he conocido en toda mi vida. Era un alumno de intercambio y alguno lo había traído para su exhibición y ¡ay, que viva Europa y sus regiones!. Nunca tuve mucha idea de nada, pero sí decisión y, desde el primer instante, decidí exprimir a aquel anuncio de Fa.  Todo él era perfecto, hasta su diente torcido que brillaba más que todas nuestras dentaduras juntas. Por desgracia, no fui la única que se dio cuenta. Cuanto cromosoma "xx" pululaba por allí comenzó a enderezar la espalda hasta el dolor con la misma intención, ser vista. El muchacho, seguramente educado en un colegio carísimo, se comportó y pareció no darse por aludido, con lo que ganó más puntos, si cabe, ya que yo sabía que la rectitud de la espalda no estaba entre mis fuertes, ni la longitud de mis cabellos o mis labios de fresa y dientes de marfil, así que decidí hacer lo que mejor sabía: ni puñetero caso. Por alguna razón, el grupo se redujo de 12 a 6 personas, quedando como única representante femenina e imagino que, resultado de mi desinterés, tanto novio oficial como guapérrimo se empeñaron en hacerme la vida más alegre blindando tanto mi derecha como mi izquierda. (siempre me ha gustado la psicología inversa, aunque la desconociese). Comenzó a hablarnos de su país, Islandia, de su vegetación, sus costumbres, su casa, las ballenas, las auroras boreales... me quedaba embobada escuchando aquella media lengua casi incomprensible, viendo las fotos de los volcanes y el hielo, del ayuntamiento, del parlamento... era un país de casa de muñecas, semi desierto, esperando ser descubierto por mí y me salieron solas, sin yo querer, la palabras mágicas: "¡quiero ir!". Sorprendentemente, les pareció una buena idea a ambos, comenzando unos planes que se cumplirían al año siguiente, tras su vuelta. Nosotros compraríamos los billetes y de la estancia se encargaría él. Intercambio de teléfonos, direcciones y un objetivo: Islandia's 91 entre un rubio y un moreno. No sonaba mal, nada mal. Pero el sol sale a diario y en él se producen tormentas cósmicas cuyas ondas crean esa danza de luces celestiales, pero también cambios irremediables. Un año es demasiado tiempo cuando no hay amor y tras el verano llega el invierno y la capota del MG tenía goteras, así que dejé a mi secreto novio oficial para centrarme en buscar dinero bajo las piedras y pagar el pastizal de aquel futuro billete de avión. Comencé una correspondencia casi obsesiva, porque necesitaba saber si la nueva situación podría cambiar los planes del viaje. Su primera respuesta fue la llave que forjó no solo mi admiración, si no mi amor hacia el Adonis. El año pasó lentamente, entre búsquedas de excusas creíbles, libros, revistas, guías de viaje que me hablasen del país y me diesen una idea de cómo hacer la maleta y cartas semanales a 33 pesetas el sello. El problema, con el que no contaba, apareció en el aeropuerto. Mi ex oficial también mantenía su candidatura y rubiales se alojaría en su casa los días que estuviese en España. Durante la primera semana de estancia del islandés en España, tuve la certeza de que mi sueño acababa, ya que nuestra separación no había sido amistosa y un viaje a tres no era viable, pero una turbulencia en la fuerza cambió mi suerte y el terrateniente venezolano decidió cabalgar por otros desiertos en busca de amor y dejarle el campo libre al rubio de mis ojos. Tras diez horas de vuelo y un besazo que produjo un terremoto interestelar. Llegué a Islandia cautiva, desarmada, vencida y feliz. Los 15 días iniciales se convirtieron en 30 y sabía que no había excusa que me salvase cuando volviese a casa, más cuando mi tardanza también dejó al descubierto que la que había utilizado para hacer el viaje, era falsa. Pero quien regresaba ya no era yo, había descubierto demasiadas cosas, demasiadas carencias, demasiados demasiados por los que no quería volver a pasar y tras un broncazo del 15 terminé como volví: con mis maletas fuera de aquellas cuatro paredes, sin pesar, pero sin lugar donde dormir. Me dejaron un hueco de buhardilla para aquella noche y un teléfono para decir que había llegado y, como la vida da paso a más vida, solo tuve que buscar un avión que me llevase de vuelta a un lugar cálido: el país del hielo. Encontré una nueva madre, un nuevo idioma, la catapulta perfecta para lo que había planeado pero, esta vez, en compañía.



Tras el aprendizaje de lenguas, amores y universidades, "he despertado esta mañana siendo una madre, de esas que deben ser guía, dar respuesta, estar presente, curar heridas y calmar rabietas. De las que  saben explicar el funcionamiento de la Tierra y conocen los elementos. Siento pánico. Yo no soy eso, jamás quise eso, no es tiempo de eso, pero no lo pensé mientras mi barriga crecía y crecía. Mi vientre y mi cabeza eran dos entes inconexos, independientes pero, ya no: el bulto se ha convertido en una cosa minúscula, que se muev y llora, que se rompe con la simple contemplación y esto, ahora, depende de mí. Ella, mi nueva madre, dice que lo haré bien, que lo amaré pero yo solo tengo ganas de llorar por mi idiotez, por mi inconsciencia, por  haberme dejardo llevar por sus palabras cálidas. Quiero terminar mis estudios, viajar, conocer, empaparme de una vida que acabo de descubrir y se acaba de truncar. Aunque me dijo que lo cuidaremos entre todos, que podré hacerlo todo, que sabré asumirlo todo, porque soy fuerte, yo sé que no. He escuchado tantas veces esa palabra que me rechinan los dientes, porque mi fortaleza no existe más que en actitud, soy un enorme agujero negro. No sé nada, hacer nada, dar nada, sólo recoger. Intenta tranquilizarme con palabras como "observa", "espera", "ama y saldrá solo" y la creo pero ahora he caído en que, durante 16 años, esperé a que, aunque tan solo fuese en el instante de mi nacimiento, me hubiera amado la que durante años llamé mamá. Porque decía que me amaba, pero ahora sé que nunca fue cierto ¿Y si se repite la historia? Tal vez tenga algo que ver con la genética ya que aquí todos se abrazan, besan, acompañan y nunca fue así con los otros. Ella, la de aquí, la nueva, me cuenta que en mí hay amor, que se lo he demostrado y que, aunque no lo sepa, amaré a este renacuajo porque él ya lo hace, pero soy incapaz de distinguir  amor de necesidad  Porque creo que amo a mi nueva familia, que me acogió y levantó en su día y a los cuales necesito como el agua porque si no me ahogaré, irremediablemente, en mi propia inmundicia, esa que me viene de serie a través de la biología. Ahora, seguro que esperan  a que haga lo mismo con esto, este nido de vómito y calor y no sé si podré, si sabré, si me equivocaré. Estoy en un buen lío, esto no puedo devolverlo, ni tirarlo, ni romperlo. No puedo atarlo al hórreo y esperar a que ladre para darle de comer. Esto es un trozo de mí y un día deberá valerse por sí mismo y no quiero inculcarle mi miedo, no quiero ser su verdugo. Y si lo hago mal ¿dejaran de quererme? Tal vez pueda volver a huir y dejarlo aqui, con ellos. Si no me conoce no le faltaré y sé que estará bien cuidado, será feliz, como lo he sido, como lo soy yo. Podré ir a otro lugar, a otro país, a Mongolia, tal vez, o a Nueva Zelanda a caminar con pareo y chancletas y de allí a otro y a otro y otro más y podré trabajar de camarera o de traductora, repartiendo pizzas o de meteoróloga. Quizás deba sentarme y pensar, esperar a hablar con él".
Decidí no hacerme meteoróloga, hablar del tiempo nunca me ha parecido divertido. Lo de ser camarera... bueno, es que se me caen las bandejas y las pizzas prefiero comérmelas a servirlas. Para traducir, me quedo donde estoy e intento hacer comprender a conocidos, amigos y foráneos, qué quiere decir este rubio loco con su mezcolanza idiomática y aprovechar para gritarle al mar desde la puerta de casa, cuando me agobio.
Hablé con mis dos vikingos  durante algunos años, crecimos, aprendimos, viajamos, descubrimos y nos amamos. La vida del enano me supuso un continuo aprendizaje. Me di cuenta que ella tenía razón, que podía, que sabía y que el miedo solo da paso al pánico y el pánico...a la muerte, la de mi niño. Y cuando ocurrió, cuando la eligió, me llenó de dudas de nuevo, volví a preguntarme si aquella decisión no tendría que ver con lo que le mostramos, si no vio demasiado siendo tan joven. Si aquellos maravillosos ojos grises, aquella cara tan dulce, aquella cabeza imparable, habría asimilado que son, los llamados cuerdos, los que están locos y me reconcome por dentro no haberme dado cuenta, a tiempo, de su sufrimiento. Me pregunto, también hoy, si puede ser cierta, si existe esa conexión mágica entre madre/feto de la que hablan. Si, por casualidad, en algún momento, supo de mis primeros miedos, del pavor que me produjo su nacimiento, del pánico a fastidiarlo todo. Si aquel terror, finalmente, ha sido quien lo ha llevado a terminar con todo. Me sigo preguntado, sólo a veces, si cuando lo hizo sabía lo muchísimo que lo quería, y sobre todo, si sabía que sin él volvería el agujero negro y el mundo dejaría de ser tan bonito.




martes, 16 de febrero de 2016

Todo brilla, desde arriba.



No hace viento, ni llueve aquí, cosa rara. Tampoco hay luna llena, ni hace un frío excesivo por eso no sé a qué achacar esta crispación generalizada. Esta madrugada, en el aeropuerto, el azafato de entrada bufaba en vez de hablar. Luego, en el avión, las siempre amables y dispuestas auxiliares estaban vagas y malhumoradas. A ellas puedo entenderlas porque aguantar a según quién es de medalla. No hay demasiadas necesidades en un vuelo menor de una hora y si tienes miedo a volar, ven medicado de casa o ten la bolsita a mano por si no puedes reprimir las náuseas. A esas horas de la madrugada no somos demasiados los viajeros pero, por pocos que seamos, siempre hay alguno tentado a hacerse notar. Yo siempre suelo hacer lo mismo: llegar con el tiempo justo y desaparecer en el asiento de ventanilla. No digo más que un "buenos días" o "hasta luego" según entre o salga, tampoco hace falta más y menos en días como el de hoy, raros. Del aeropuerto al trabajo voy en taxi y, después de dos años y medio, he hecho el trayecto con todos ellos. Hoy me ha tocado Vincent Soulage -lo sé porque tiene chapita- que siempre hace honor a su apellido y al manual del buen taxista dejando su marca en mis oídos. Me habla del tiempo, de la policía, de las normas, de los atentados, del miedo que tienen las piedras de este lugar a ser melladas y desaparecer entre un mar de extraños. Así llama Vincent a todos los que llegan a las puertas del país, un país que hace años se abrió para él y puso en sus manos un taxi, pero ahora todo es distinto porque él siempre fue buena gente, dispuesto a integrarse, no como esos, que vienen a aprovecharse del sudor ajeno. Dejo que hable y pago mi deuda con la sensación de que es él, más bien, quien me debe algo. En la recepción está Natalie, morena, de piel blanquísima, labios rojos y ojos de gato cuyas uñas kilométricas con cristales incrustados bailan entre teclas y saludos. Hoy está seria, como resacosa y para animarla imposto la voz 
-“¡Hola! ¿cómo estás?”.
-No me apetece hablar, no preguntes. Ya te contaré a la hora de comer.


Subo la escalera hasta el primer piso, donde está mi agonía: la mesa mágica que, a pesar de vaciarla cada martes, cria papeles durante la semana . Es un misterio que algún día investigaré a fondo. Me enfrasco en mis cosas, hablo con posibles clientes, muchos de ellos ocupados que me atienden a regañadientes y rapidito, algo habitual; me reúno con compañeros para despejar dudas y comienza a saltar la liebre. Dominique ha dejado a Milan, ambos trabajan en el mismo departamento, codo con codo, se necesitan para realizar su trabajo pero ahora no quieren hablarse, ni verse, ni olerse. Milan aprovecha cualquier ocasión para picarla y ella entra al trapo. Dominique es de origen turco, Milan croata y en la discusión entran las parentelas, las naciones, los compañeros que forman corro a modo de ring y alguno toma parte... y me voy a por un café, afuera, a la calle, donde nadie grite y me encuentro con Natalie que llora y llamo al jefe y le digo que también me la llevo y me cuenta.
 Natalie es de origen portugués, aquí nadie es “sangre limpia”, todo el mundo tiene familiares de algún lugar del mundo, ha nacido en algún lugar del mundo, ha viajado por algún lugar del mundo y uno se imagina que conocer otras culturas enriquece las mentes, elimina fantasmas, aleja los miedos, pero los miedos y los fantasmas son más grandes y fuertes que cualquier mente. Natalie es preciosa, amable, lleva 4 años trabajando en el mismo puesto, con la misma eficacia, con la misma sonrisa, pero se parece mucho a una “pseudoyihadista” que sale en la tele y buscada por la policía. El nivel de histeria se ha desmadrado un poco, en este país, y el martes pasado apareció la policía en su casa porque alguien había denunciado. Han llamado a la oficina, pedido informes y se acabó, saben que no es ella, pero se siente vigilada, insultada, sabe que sus vecinos y compañeros la observan con recelo y eso la intimida, le incomoda y hace un dramón tal que habla de largarse y no volver, pero no sabe ni cuándo ni adónde. Al volver a la oficina todo se ha calmado así que espero a las 5 para pasear por el centro. 
Dos perros ladran mientras sus dueños se interpelan por no sé qué. Madres con carritos plastificados corren por la acera, conductores estresados que pasan semáforos en rojo. Me siento en una terraza donde sé que me clavarán, pero no importa... ¡será por pasta!. Escribo lo que veo, hablo por teléfono,  bebo mi cola (4€), mientras anochece. Es bonito ver como las sombras van ocultando la ciudad, cómo tornan los colores de los árboles, de los edificios, de las estátuas, cómo se encienden las farolas, mágicamente, sin que nadie le de al botón, cómo se van despejando las calles, los coches se convierten en estrellas fugaces y parece que comienza la calma cuando ya todo es negrura y brillo. El camarero me dice que no puedo continuar en la terraza si no vuelvo a consumir y lo que me cobrarían  por una cena serviría para alimentar a una tribu entera. No quiero ir al hotel, así que me voy a un restaurante próximo. La crisis afecta a todos, sobre todo a la pareja sentada a mi izquierda, muy joven, cuyas quejas sobre celos es audible a los pocos comensales, luego todo son susurros, servilleta encima de la mesa y salida intempestiva de uno de ellos. La quiche de cebolla está deliciosa y recuerdo que debía visita familiar. Llamo para disculparme y escucho mascullar a la bruja del Este interperlando por detrás. La lengua de esta mujer es un arma de destrucción masiva. Es muy temprano para llamarte y ya no me apetece callejear, aunque esta hora es perfecta. Se han ido los ambulantes, los pintores, los fotógrafos, los comerciantes, sólo quedan los gatos y lo pobres que buscan un lugar caliente donde pasar la noche. He leido que los refugios son insuficientes y las autoridades no saben donde meter a estos vagos, peligrosos y jovencísimos sin techo que tan mala imágen dan a la ciudad, y no hablo de los gatos, a los que les han abierto uno con las últimas comodidades; poco cambia en el Norte. Me meto en la habitación y me siento frente a la ventana imaginando a Natalie tapada hasta la cabeza bajo las mantas, al dueño de la cafetería camino del banco, a Milan rompiendo las fotos de Dominique, a la bruja sacándome la piel y a tí corriendo a sacarte los zapatos para nuestra hora semanal. A ellos, los callados, rezando por algún sonido amable. Todo es brillo por la noche y visto desde arriba.

domingo, 7 de febrero de 2016

Mi reina.



Es viernes de carnaval, por toda la ciudad resuenan las fiestas colegiales, megafonías con canciones festivas y machaconas que dirigen bailes ensayados durante horas, días, semanas. Todos ataviados con sus trajes de plástico y cartulinas de colores, pintadas las caras, los ojos, los labios, accionan al mismo compás bajo la atenta mirada de profesores y familiares orgullosos. Inmersos en sus personajes se despiden hasta la semana próxima y se alejan de mano de sus padres. En la cafetería, al lado del cole, se reúnen la momia y la reina del bosque.
Ella, con su bolsa de plástico verde y corazón en medio, la corona dorada con bolas de papel rojo, zapatos de cartulina dorada, brazaletes y pulseras, se mueve entre los terraceros que disfrutan del sol y las vistas. Le pregunta a uno, a otro, al de más allá -"¿Te gusta mi vestido de reina?"- "¡Claro, estás preciosa!". Mientras, la momia pide ayuda porque se hace pis y si toca sus pantalones, el papel se romperá . -"Háztelo encima"- dice la reina. -"No, que mi madre se enfada".
La momia se desespera mientras la reina sube unas escalera cantando su canción. Arriba, desde su atalaya, se dirige a la momia -"Ve a ese árbol y hazlo contra él, pero con cuidado"- La momia, obediente, comienza a manejar el asunto y se arrima al árbol mucho, mucho, demasiado. Ella, desde las alturas manotea, entra en éxtasis y muestra sus labios pintados. Alza los brazos al cielo, al frente... con convicción, con poder, sin darse cuenta que la momia, con las vendas empapadas hasta los pies, ha entrado en la cafetería.
La reina, desde el balcón de sus estancias, se dirige a nosotros, súbditos silenciosos, creyentes, felices porque nos señala . Escuchamos como canta al universo, tan fuerte que le da la tos, recompone sus cabellos largos y recoge la corona del suelo. Movimiento de cintura, brazos en jarras y alguna mano furtiva para sacar el pelo de un ojo, acompañan a una letra inventada y repetitiva, compunge el gesto y baja el tono, toca su corazón dorado que nos dona suave y dulcemente.
De la cafetería sale la pobre momia acompañado por su madre, la de la reina y un infante disfrazado de león. - "Vamos"- dice la reina madre. -"Vamos a sacarnos esa bolsa plástica y te pones el traje que compramos".
-"¡¡¡No, mamá. No es ninguna bolsa, es el traje de la reina del bosque y no me quiero disfrazar!!
 Con una mano en la silla de su hermano león, la reina se despide con su manita y una sonrisa y todos, sin excepción, imitamos su gesto mientras vemos como se aleja, acompañada de sus cánticos y gesticulaciones, hasta doblar la esquina. Larga vida, reina mía.

lunes, 4 de enero de 2016

El tío Mauricio.


Photo by Peter Herzog.
Últimamente me ronda de nuevo la cancioncilla facilona y recurrente que me cantó mi tio Mauricio la última vez que lo vi: "Que le den por el culo a Diestéfano, a Diestéfano, a Diestéfano. Que le den por el culo a Diestéfano, a Kubala y a la selección" (pónganle la música de la canción del señor conductor que no se ríe).
Mi tío Mauricio no era mi tío sino un primo lejano de mi padre y padre, a su vez, de mi madrina, y vivia en el trastero de casa de mis padres. Ya estaba allí cuando nací y allí seguía cuando me fui y, a pesar de bajar a comer de vez en cuando, ser nuestro niñero en las ausencias paternas, nunca supimos cómo, cuando y porqué vivia allí, aunque algo fuimos intuyendo a pesar de la ley del silencio. Vivíamos en un segundo piso sin ascensor de un edificio de dos alturas y viviendas a izquierda y derecha. Los bajos y primeros tenían los trasteros (o carboneras) bajo las escaleras del portal, los segundos teníamos un desván destartalado,  adónde iba todo lo inservible, cuyo suelo era de puntones de madera entrecruzados que dejaban ver las instalaciones eléctricas o los forjados de los techos. Tenían goteras por la falta de tejas, algo que aprovechábamos para subir al tejado, y en verano hacía un calor abrasador, excepto en la habitación que se construyó el tio Mauricio. Forró el suelo, de sus cinco metros cuadrados, con puertas antiguas que tapaba con una alfombra de pelo verde, tiñosa. Las paredes y el techo eran hueveras de cartón pegadas y pintarrajeadas de colores vivos, allí colgaba recortes de periódicos amarillentos y extranjeros, muchos de ellos. El cabezal de su cama era una madera con el guernica tatuado a fuego, y sobre la mesa del "comedor" otra de un ojo llorando lágrimas rojas, que él mismo había tallado. Pero a mi, lo que me obsesionaba, era aquel estampado arabesco de la colcha raida y sucia que tenía sobre la cama. Intentaba seguir la secuencia con la vista y siempre terminaba mareada o con dolor de cabeza. A los pies de la cama y separando el dormitorio de la sala, había un baúl de tapa ovalada, en la que nos gustaba sentarnos y dejarnos caer al suelo, cerrado con llave. Las elucubraciones sobre el contenido de aquel baúl, unido a las nulas respuestas sobre su persona sacaron, de todos los niños del barrio, la más divertida de las curiosidades. El olor de aquel cubículo era picante y dulzón al mismo tiempo, como el suyo. Un olor al que se sumaban algunos ratones que se pudrían en las trampas que el tío había puesto por toda la estancia y que, a veces, nos pedía que contásemos para saber cuando reponerlas. Apoyados, sobre una mesita de noche apolillada, habían un violín sin cuerdas y arco trasquilado, y una mandolina tallada y lustrosa, que contrastaba vívamente con el resto de los "muebles". Tenía un clavijero dorado, impoluto, las cuerdas brillantes y nuevas y la madera esplendorosa. Era la joya de la corona, sin duda.
El tío siempre fue viejo, tenía un tono de voz árido, grueso y tan malsonante que nos hacía reir, más que nada porque conseguía que mi madre se santiguase cada vez que abría la boca, a la vez que mascullaba  y se irritaba. Lo que sí teníamos claro, todos, es que mi madre y él no se llevaban bien. Él siempre insistía en que dejase de bisbisear durante la noche y que si, por una vez en la vida, dios y  sus pecadores pudiésen dormir, la vida le sonreiría y ella, también. Mientras, ella, lo acusaba de traidor, apóstata y necio y se quejaba de que, si era imposible dormir en aquella casa, era por el horrible sonido de la mandolina. Yo no estaba de acuerdo con mi madre (casi nunca lo estaba) pero es que me encantaban las melodías que componía. Baladas tiernas, melancólicas, que yo estaba segura que dedicaba a su hija. Otras más desenfadadas y rítmicas. Trovas como aquella que le inspiró la música de la Staca y decía algo así como:

 "A Lita la Conapeira,
 nunca la podré olvidar,
 le hizo la putada al nécoras,
 la pirola le hizo trac.(Bis)
 Tracatraca tracatracatrá,
 tracatraca tracatracatrá." 
 . 
Su hija era mi madrina, una niña diez años mayor que yo y por la que me pusieron el nombre. Asombrosamente, nacimos el mismo día, con algunas horas de diferencia. Aquella casualidad fue la que hizo que mi madre se animase a darle tal nombramiento. No es que tuviese alguna obligación, ni siquiera trato con ella o su madre, simplemente nos unía una fecha del calendario. Mi madrina y su madre no vivían con el tío Mauricio lo que no impedía, a la primera, pasar bastante tiempo con él hasta el día siguiente en que irrumpió la policia en el desván, nadie supo por qué. Desde aquel día, no es que nos prohibiesen verlo, algo imposible, por otro lado, ya que, como he dicho, se quedaba con nosotros cuando mis padres se ausentaban; pero temíamos su presencia, su leyenda, lo que no nos contaban, aunque la curiosidad y el estímulo de una aventura, nos hacía estar más tiempo arriba que abajo, hasta el punto de querer jugar al escondite para ir al desván. Una de las múltiples teorías que barajábamos era la de un asesino en serie  o aquel cofre como la tumba de una esposa que nadie vio y que yo, jamás conocí. Otra era la de un mago, o un traficante de órganos, un pirata escondiendo un enorme tesoro robado a los moros o a los rusos (dependía de quien contase la historia) ya que la llave iba siempre consigo desde que uno contó que lo había abierto y dentro había un montón de papeles que parecía mapas antiguos.  

Lo mejor de Mauricio es que era inamovible. Todos crecíamos, todos cambiábamos, menos él.  Los muebles, la ropa, el lenguaje, el olor, su aspecto, el amarillo de sus dientes, la mandolina... eran inmutables. Había conseguido aquello con lo que muchos sueñan y pocos consiguen: parar el tiempo. Llegamos a conocer sus horarios de entrada y salida, aunque no los motivos de las mismas. También aprendimos a saber de sus estados de ánimo por el nivel de ruido o las tonadillas nocturnas, puesto que las visitas disminuían a medida que crecíamos, aunque no la presencia. Me gustaba contar que mi casa tenía fantasma y, aquellos que pudimos colar a escondidas en casa, fueron testigos de aquella certeza. Mauricio, el fantasma. La leyenda corrió como la pólvora por un instituto repleto de adolescentes ávidos de creencias supranaturales. Nunca llegué a conocer el alcance de la predicción que hice a una de mis "amigas" aquel último año y que, sin saberlo, se cumpliría: "El día menos pensado,  dejo pasar a Mauricio para que me saque de este lugar". 
Ocurrió a la vuelta de mis vacaciones de Semana Santa, tras la ruptura de una quinceañera con unas normas estúpidas, tras la ruptura de un libro de familia y fotografías, tras enterarme de un embarazo no deseado, tras aprender que la felicidad era posible, lejos de allí. Fué tras mil gritos y un portazo cuando apareció el tío Mauricio, me llevó a su casa, abrió su baúl y me dio un sobre con 50.000 pesetas de 1989. Fue cuando me cantó por primera y última vez la canción que me acompaña de vez en cuando:
"Que le den por el culo a Diestéfano
A Diestéfano, a Diestéfano.
Que le den por el culo a Diestéfano,
A Kubala y  a la selección". 

lunes, 14 de diciembre de 2015

Doña Filo



Todos los domingos a doña Filo se le junta la misa y la hora de comer. Sabe que en la 13 ponen el ángelus y pide al camarero que encienda la tele. De pie y las manos juntas delante de su boca, repite lo que escucha terminando con un “amén” sonoro. Es el momento de comulgar y el caldo extremeño de su mesa va entrando a la vez que “el cuerpo de cristo” en las bocas televisivas y, con el mismo recogimiento, es tragado. El camarero sabe que puede cambiar de canal cuando doña Filo canta “Amameben por tu sisco. Amén” que se levantará, arrastrará sus zapatillas negras hasta su joven acompañante y enganchada a su brazo le pedirá, camino de casa, que le cuente de nuevo qué debe hacer para votar.
 
Porque doña Filo quiere ir a votar. Dice que hace tiempo que mea por encima de sus posibilidades y fuera del tiesto < uno plástico que esconde bajo su cama para no ir al baño cada hora>. Sus problemas urinarios tienen relación con sus múltiples partos, dieciocho ha contado, aunque carece de familia ya que, las hermanitas los fueron repartiendo a medida que nacían y, a cambio, recibía la estampita de un santo. Así se hizo devota y comenzó, a partir del cuarto hijo, a rezar un rosario rogando que aquel gozo se convirtiese en penitencia y se acabase aquella pecaminosa calentura que la invadía. Las buenas monjitas le enseñaron a leer, a escribir, a bordar, a ser una mujer de provecho y en su intención siempre estuvo el matrimonio aunque los hombres que la atraían no tenían las características de Dios nuestro señor ni destacaban por algo diferente a su capacidad reproductiva. Gracias a ellas se hizo bordadora, llegando a tener cierto prestigio ya que entre su clientela estaban algunas de las más destacadas mujeres de la ciudad. Entró en sus casas, habló con el servicio, conoció sus cotilleos, sus secretos, los sueños de sus maridos, hasta que llegó el día en que pudo contar sus amantes a vistazo de cortina, pañuelo o camisa. Se hizo con algún dinero que, hoy en día, le sirve para poder comer en el bar de su pueblo natal, al que tuvo que volver cuando a las monjas del Santo Sacrificio se les acabaron las estampitas y tuvo que dejar al último fruto de su vientre, en la puerta. 
 
La única vez que doña Filo votó fue acompañando al que creyó su verdadero amor, le dio un sobre con un papel dentro y, tras contarle parte de su historia, desapareció para siempre. Hace unos años aparecieron unas chicas en el bar pidiendo trabajo o comida y techo a cambio de labrar la tierra, acompañar a los viejos, arreglarles papeles o hacer cualquier tarea de servicio. Ellas le han explicado que tiene derecho a una paga por ser mayor, que pueden pedirle al alcalde mejoras para las casas, para las calles y también que esos dos jovencitos que hablan por la tele, son la política nueva y los otros son la vieja. A doña Filo le gusta uno de gafitas y sin barba que habla muy bien aunque no entienda nada, porque dice, como el papa, que no quiere ir a la guerra. Porque ella le ha escuchado decir que si se entrega el que se esconde, la guerra se acabará y ahora, que sabe que alguien la acompañará al colegio electoral, podrá pedir que encuentren a alguno de sus hijos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Diario de un descreido



Cuando escuchas a un médico hablando de "un proceso natural de caducidad", puedes traducirlo como "la ha palmado". Si te cuentan que algo "es políticamente correcto", tradúcelo por "aburrido o antinatural". Que un amigo te lleva a ver la obra de un artista posiblemente será un rollo alternativo mediocre y cuando enciendes la tele para escuchar las noticias, piensa que podrían tener un enfoque diferente y parecer distintas porque, no nos engañemos, la manipulación lingüistica, cultural e informativa es un hecho. Mira, si no, qué ocurre con los museos, la literatura que más vende, las películas más taquilleras, los discos de oro o con eso a lo que llaman "los antisistema". Estaría orgulloso de que me considerasen uno de ellos, porque si sistema es ser, pensar o sentir como "te enseñan"... aunque prefiero ser un loco. Nos llaman locos, raros, extravagantes, pero nosotros, sí nosotros, que nos reconocemos cuando nos encontramos, no somos más que unos descreídos. No esperamos a que alguien nos diga cómo y hacia dónde huir, huimos constantemente porque la alerta forma parte de nuestra vida. Nos tachan de apocalípticos pero ¿acaso los jinetes no son los que llevan las riendas? Existe la idea de que el apocalipsis, el infierno o la maldad es algo desordenado, pero se rige por leyes. Está doblado, apilado, cómo los calcetines, los jerseys o las camisas. Normativizado y publicado en el libro sagrado, el de los deberes y obligaciones, el de los dictadores, nunca el de los escribas. Y me llaman loco. ¿No es de locos que se hayan pasado años en reuniones de habitaciones de hotel y catering para redactar algo que saben que jamás se cumplirá porque va contra el principio inviolable de propiedad privada? Sin embargo, nos sentimos orgullosos de ellos y los convertimos en padres de la patria. ¿Por qué crees que en lo único que los partidos políticos están de acuerdo. es en llamar a la participación en unas elecciones? ¿Imaginas qué ocurriría si esa participación fuese del 20 ó 30%? Quizás así se lo pensarían. Mira lo que pasa con Cataluña, ambos gobiernos son su enemigo perfecto ¿y que hacemos nosotros, que tan sólo queremos vivir tranquilos? tomar parte por algún bando cuya razón útima nada tiene que ver con nosotros. ¿No es de locos esperar a que nos digan donde hay peligro? ¿qué tachen de delincuente a un tipo que se ha pasado un año en la cárcel por no pagar o robar comida, sólo por no tener trabajo?. Maldita sea, veo a esos negros subidos a las vallas, a los sin casa peregrinando hacia ningún lugar y me enorgullezco. Luego escucho a estos que hemos elegido y me dan ganas de vomitar ¿y qué hacemos nosotros? acomodarnos con sus justificaciones dándole nombres tan bellos y rimbontantes como Democracia, Libertad, Bienestar. No vemos que el sirio, el africano, el roba gallinas, el pobre, somos nosotros. Por eso no podemos esperar, como corderitos hacia el matadero, porque el deber de todo ser humano es sobrevivir, es una ley natural. Estos hijos de puta van acabando con nosotros poco a poco, uno a uno en nombre de algo que nos es ajeno, porque no somos los de la propiedad privada, los dueños de las casas, ni las tierras, ni los países, no hacemos las leyes, ni creamos los tribunales porque, no te confundas, muchacha, cuánto peor nos vaya a nosotros, mejor para ellos. Necesitamos ser antisistema, hacer una revolución, pero no una de esas con revueltas en las calles con sangre y muertos, si no la de verdad, la interior, la que te haga desobedecer toda norma, toda ley. Dejarlos sin parapeto, sin héroes qué condecorar ni imitar. Convertirnos en fans de los valientes, de los desfavorecidos, de los de las vallas o los que se ahogan en el mar buscando un hogar, de los locos que deciden y se salvan a sí mismos sin hacer daño a nadie y, si hace falta una gallina, repartirla o robar las suyas por que, muchacha, si seguimos creyendo, escuchando, obedeciendo, jamás seremos adultos.

martes, 7 de abril de 2015

El tercer hijo.





Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela. Se podría decir que era una mujer de otro tiempo, pero no, era una mujer, nada más. Una mujer con el carácter y la fuerza necesaria para llevar adelante a sus muchos hijos sin apenas recursos. La principal característica de todos ellos, mis tíos, era el orgullo. Éste nació de ser de los pocos, niños y padres, que sabían leer y escribir en una época donde el analfabetismo era lo habitual.
Podría hablar durante horas, días enteros sobre la vida de mi abuela, pero solo daré una pequeña pincelada. Era sirvienta de una casa acomodada que terminó casándose con el hijo menor del señor y que, al hacerlo, fue apartado de la familia como un apestado. Ella, la abuela, rechazaba sistemáticamente todo lo que viniese de "los señoritos", incluidos bienes o dinero, y se dedicó a tener hijos, criarlos, vigilarlos y enterrar a algunos de ellos. Mi padre: el menor de todos, el malcriado. El que entraba en la finca de los frutales y esperaba, sentado en lo alto de la tapia, a que llegase el vigilante mientras repartía, entre los niños que se arremolinaban a sus pies, parte de la fruta robada. Cuando el vigilante estaba lo suficientemente cerca gritaba su nombre y salía pitando entre el júbilo de toda la chavalada. Más tarde, cuando el pobre hombre se atrevía a hablar con mi abuela, siempre salía malparado y con la moral alicaída. Cuando el golfillo aparecía por casa, era fuertemente sermoneado pero cualquier castigo desaparecía al olor de la fruta madura.
 En la familia, las formas, tanto en público como en privado, eran importantes. El porte del abuelo era imponente, el tono de voz, el uso del lenguaje y algunos trajes de su pasado, le habían otorgado el apodo de "el conde", por lo que la familia  era conocida como "Los condes". Mi abuela leía y escribía las cartas a los vecinos, explicaba, en caso de necesidad, los trámites necesarios para cualquier oficialidad y, cuando lo pedían, enseñaba a leer y sumar a algún adulto. Todos sus hijos iban al colegio con pantalones de tela buena (aprovechada de los trajes que ya no le servían al abuelo) y camisas blancas, zapatos y calcetines limpios, peinados y lavados y con las carteras lustrosas y, aunque no había dinero, podrían codearse con cualquier secretario, banquero u oficial que lo requiriese. El único garbanzo negro: mi padre, al que todos tapaban sus "cosillas", reían sus gracias y aceptaban sus desplantes.
Al llegar la adolescencia descubrió el póker. Le gustaba aquel ambiente de señoritos y, como no se le daba mal, disfrutaba desplumándolos. La apuesta mínima era una peseta, de la que carecía, pero se hacía acompañar de algún amigo al que culpaba, obteniendo, en muchas ocasiones, el crédito de algún contendiente que veía en él los modales de un prócer social. El dinero recaudado era invertido en desapariciones de la pandilla durante tres o cuatro días, para lo que diese, y en muchas ocasiones con deudas en hoteles de mala muerte o "mujeres de mal vivir".
Con 24 años conoció a la que sería mi madre, una jovencita llamada a la santidad, recluida en una casona para hacer ejercicios espirituales. Se colaron tres, entre los que no estaba mi padre, con intención de ver a las muchachas más de cerca, decían, pero no pasaron del hall de la entrada. No supieron de donde venían la somanta de palos que recibieron, con el resultado de una nariz rota, una tibia y el orgullo empapado en el barro del camino. Aquel abuso de poder llevó al"el pequeño conde" a llamar a la puerta enérgicamente reclamando una explicación. Resultado: estancia para los damnificados y cena gratis para el resto. La semana siguiente se pasó entre visitas a los enfermos y charlas sobre la historia del lugar. Los cuidados a los enfermos eran practicados por las futuras novicias, entre las que se encontraba mi madre. Los educados requiebros y una personalidad malota hicieron el resto. Picó, la incauta.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un alcohólico. Un hombre que ha tenido unos hijos que le molestaban. Mi mayor recuerdo de él es su frase, repetida hasta la extenuación: "Chico, plantea tu tesis" o la que más odiaba: "Tú chico, eres tonto", aunque la mayor parte del tiempo, nos ignoraba. Fue mi madre quien llevó la peor parte. Sus celos, su machismo desmesurado, sus malos modos... Que yo sepa nunca fue maltratada físicamente, otra cosa es la psicológica, que ella intentaba sanar a base de rezos diarios y velas a los santos. Aunque dudo que estas características variasen sin el alcohol, ella lo achacaba todo a "su problemilla". Entendía que, una buena esposa, debía cubrir sus fechorías como antaño lo hicieron todos los que estaban a su alrededor y tal vez fue ella quien nos inculcó mayor perversión. Nos aleccionó para convencerlo de su problema, que era el alcohol quien lo enfrentaba a mi hermano mayor cuando llegó la adolescencia. El responsable de encontrar otra mujer, que se atrevió a entrar en casa para achacar a mi madre lo poco que lo cuidaba. Era el alcohol quien decía que en el bar estaba la verdad, quien mandó a la mierda al psicólogo y hasta dar el caso  por imposible.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el autodidacta musical. El que compuso cientos de piezas musicales sin saber música, el que escribía como un poseso en su libreta roja o dibujaba sin parar, rellenando las paredes con óleos, carboncillos, maderas quemadas... El que nos leía en voz alta la colección de grandes relatos. Quien nos compuso un mapa mundi con trozos de periódicos y nos dio para colorear. 
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el único que se mantiene en pie y sereno y, aunque no creo tener ningún trauma, observo con envidia a los padres con sus hijos en el parque y me pregunto como hubiese sido mi vida si me hubiese prestado la atención debida o quizás si no hubiese existido.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un hombre, como cualquier otro. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa. Cap. 5: Desaparece.



Con las piernas agotadas por el trayecto decide dejar de pensar y embrutecerse con el sonido del viento. Le habla de sentidos olvidados, de ruinas perdidas, de homenajes al sol. Se ha sentado al borde del camino para beber y mirar atrás, ni un alma a su alrededor y el sentimiento de estar vivo se agranda. Pequeños insectos acompañan su ascenso, una vida dedicada a la subsistencia, sin quejas ni dudas, sin miedos, sin consciencia. Perfecta adaptación a un medio conquistado silenciosa y mansamente. En su retorno a la cima el pie patina y un pequeño alud de piedras se desprende de sus pisadas que ruedan ladera abajo, llevándose las moradas de dios sabe cuantos de ellos. Lo contempla sin dolor, con naturalidad, como la visión del cementerio, que muestra la estatua de su ángel exterminador blanca, impoluta. Ha llegado al final del camino, por fín. 




Le prometió, se prometió que algún día visitaría el mar y a su muerte su mudó  a la costa. Al zambullirse sintió el agua, tan caliente que se acordó de aquellas gallinas a punto de ser desplumadas e inmediatamente salió de aquella enorme sopa. Se quedó en la orilla, viendo a todos los turistas como aves descabezadas perdiendo plumas para convertirse en almohadas para todo aquel que tuviese algo que intercambiar. También observó como lanzaban sus monedas a las fuentes que luego recogían  funcionarios con monos amarillos, eran igual que los pollitos arremolinados a sus pies. Así conoció "al greñas" un hombre viajado y que cuanto más veía, más quería conocer. Él le había contado historias sobre ballenas saltarinas del sur o los enormes témpanos de heces del Himalaya. Monolitos turísticos y en su día grave problema gubernamental, pero que, con gran sabiduría han sabido revertir. Ellos, a diferencia de la gran Chefessa, lo solucionaron vendiendo estos témpanos en forma de souvenir (bien como bola de nieve, bien en forma de diorama del relieve). Era un gran tipo, "el greñas", gran sentido del honor y el humor. Cuentan algunos compañeros de aventuras que en su último viaje quiso estar en primera plana y una ballena aplastó su embarcación en la caída de un triple salto con tirabuzón y medio. Descanse en paz.
Desde la cima se divisa el valle, el ayuntamiento, el centro comercial y hasta puede adivinar el jardín de la vieja. Se pasea por los desiertos e inmaculados jardines de la casa consistorial, el viento ondea una pancarta de bienvenida para dentro de dos días ¿cómo será el nuevo párroco? ¿y el alcalde? desde luego no imagina a ninguno del pueblo en el puesto. 
Consigue internarse en la iglesia y descubre el confesionario automático, una moneda por contarle los pecados y una  buena penitencia (encender velas, rezar un rosario a alguna virgen o santo que deberás descubrir previo pago). Al salir de allí se acordó de "su madre" ¿seguiría abierta la lavandería? 
De vuelta en el valle se acerca al centro comercial, en el escaparate siguen los mismos inmóviles, no así el interior que ha variado considerablemente. El pan ya no está en el mostrador, ahora lo sirve una muchacha sonriente, a la que debes pagar y ya nadie regala queso, lomo o jamón. A cada paso hay un detector de metales que pita por todo. Hasta los inmóviles de dentro se han ido, lógico, con tanto pitido no hay que se aclare. En la lavandería ya no está su madre, en su lugar han puesto una secadora ultra rápida de última generación. Está llena de luces y silenciosa y lo más increíble, al mismo precio de siempre. 
En su paseo hacia la que fue su casa se cruza con caras que le resultan familiares, faldas con ojos, pantalones con corbata, faldas con faldas... y un árbol donde antiguamente estaba la cocina del pocero, sin duda un zanahorio. Ya nadie le mira, ni siquiera el vendedor de maíz lo reconoce,se ha convertido en uno más. Quizás, ahora, sería buena idea  presentarse a las elecciones a la alcaldía.

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 4: Muere



La niebla le comía los huesos pero también lo ocultaba, si se acurrucaba contra la piedra de la tumba, de miradas externas. Seguía contando las naranjas que ya nadie recogía, así que las cortaba y se las daba a las gallinas. Recogía sus huevos, que apilaba en la nevera, ya que ponían más de los que le daba tiempo a comer. Abrió el cajón para comprar maíz y tomó una decisión. Comenzó regalando los pollitos, luego las gallinas, hasta que le tocó el turno a la comida que sobraba; un poco aquí, otro allá, aprovechando las cajas de la alcaldía y la iglesia. No había predilección, ni notificación previa, solo una caja en alguna puerta al azar. Se vistió con toda la ropa que le cabía, antes de perder la movilidad y vació el cajón, dejando todas las llaves sobre el felpudo para que las recogiese cualquiera. Al llegar a la lavandería hizo un guiño a su madre, que carcajeaba jubilosa por la decisión, comenzando el camino al cementerio, por última vez.

                                       

Aquellas luces amarillas y azules iluminan un cuerpo ennegrecido por la tierra putrefacta, la tierra del que, un día, llamó padre. Dos policías sentados sobre ella y un tercero intentando calmarla y ponerle las esposas mientras grita -"¡No había otra manera, no había otra manera!". Sanitarios buscando calmantes, otros comprobando los amarres de la camilla, ruido de voces masculinas que no mitigan un ruego que estremece -"No me laves, no me saques la tierra, todavía no se ha impregnado!"

Limpió en varias ocasiones el espejo ya que el vaho daba, a aquella cara,  la apariencia del llanto ¿Quien era aquella que se reflejaba? Tal vez, la nausea la provocó la maldita peste que aparecía al recordarlo o contemplar aquel cuerpo fláccido, lechoso y obeso. Reconocer la mirada plana e insegura en unos ojos que fueron pintados, retratados  y ensalzados hasta creérselo, ojos que su padre no dejaba de admirar cuando llegaba tambaleándose y se escabullía hasta su cama. Ojos en los que su madre adivinó lo que ocurría y no dudó en enviudar para pararlo, ojos que enviaron con aquellos en los que debía confiar. Tardaron dos años en reaparecer las manos furtivas, olvidadas cuando nadie estaba cerca hasta que, poco después, ya no importaba si la sala, la cocina o los pasillos estaban repletos de gente -"me gusta el peligro", le decía. Luego, llegaron las elecciones ganadas, las noches de reuniones, las vacaciones de la señora y, aunque cerraba su cuarto con llave, él siempre conseguía abrir. -"Nunca cierres los ojos, déjame verlos", las mismas palabras e idéntico hedor a sudor rancio y aliento alcohólico que el mal nacido que la vio nacer. Esta vez no buscaría refugio en ella, lo buscó en la bondad, la equidad, la santidad de un párroco que dividió su cuerpo y su tiempo entre la alcaldía y dios. Buscaba compañía en las limpiadoras, en las ayudantes, en las mujeres de bien que visitaban la iglesia, pero él se las arreglaba para quedarse a solas y culparla de sus arrebatadores encantos. Nadie supo de sus sangrados ni de sus abortos, nadie supo del parto a solas, de madrugada, a nadie llamó la atención su ausencia durante la aparición de un recién nacido en la lavandería y que ahora vive con su madre. Intentó controlar la repulsión que le producía verlo semanalmente, que no se notase el escalofrío que le recorría al tener que tratar con él y la culpó. Fue ella la culpable por no ver, por no saber, por arrastrarla con aquellos que acabaron con su vida. Ella lo había empezado, ella debía terminarlo, se lo debía. Con lo que no contaba era con que, en su cobardía, terminase antes con su vida abandonándola a su suerte. 
Entre la lluvia y las sombras, la noticia de la muerte del alcalde y el párroco recorre el pueblo. Envenenados, dijeron, por algo líquido, apostillaron después de análisis y autopsias despertando el temor a un atentado colectivo. En ella apareció el regocijo de una sonrisa imperceptible, orgullosa de su linaje.  Ahora podría deshacerse de aquel olor a sudor y semen. Creyó que ver ambos cadáveres en las camillas, abiertos en canal acabaría con la peste que le acompañaba desde hacía veinte años, luego lo intentó lijándose la piel hasta el sangrado, pero tampoco fue efectivo. Recordó y se angustió en la certeza de que nada la libraría de aquel peso. Lavó su ropa durante horas, hasta que lo vio pararse frente a la lavandería camino del cementerio y encontró la respuesta. Empaparse en la tierra de aquel que originó el dolor, oler a muerto. 
Mientras la trasladaban a la ambulancia lo reconoció, vio su silueta tras la tumba de su madre y la fetidez volvió a invadirla. No llegaba a los cuarenta y parecía una anciana. Maldita mi suerte, malditos todos, maldita yo.

martes, 17 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 3: Se reproduce.



El incidente en el centro comercial, donde le habían prohibido la entrada, creó un gran revuelo gubernamental. No podían permitir que un raterillo cualquiera, hijo y nieto de una mala genética, acabase con la paz de un pueblo ejemplo de tranquilidad y buena vecindad. Desde la campaña de concienciación ciudadana consistente en la colocación de alarmas y puertas blindadas de la honesta empresa del alcalde, los robos habían descendido al 1%. Robos, decían, realizados por indeseables foráneos con conexiones mafiosas, hecho que imposibilitaba recuperar algo de lo sustraído. El bando municipal, recibido con la aprobación general de la ciudadanía, ordenaba el internamiento del inadaptado. Después de dos días de búsqueda policial infructuosa, se le dio por desaparecido.
A sus ocho años jamás había pisado un colegio, su tiempo transcurría entre la búsqueda de comida y las visitas a su madre, se paseaba por el pueblo bajo las miradas reprobadoras de los vecinos. Estaba andrajoso y muy delgado y, cuando todo cerraba, aprovechaba las fuentes para mantenerse limpio. Sentado en el agua lo encontró la vieja con zapatillas y falda a juego, al volver a la lavandería. Cuando le ofreció compartir cena Jensen no lo pensó dos veces.
Desde la ventana de su nueva habitación podía ver el huerto y los naranjos del jardín y, al amanecer, le despertaba el canto del gallo. Corría al gallinero a recoger los huevos para el desayuno mientras, la vieja con zapatillas y falda a juego, se vestía. Naranjas, zanahorias, pan tostado y huevos revueltos que comían en silencio entre miradas y correcciones posturales. Ya no protestaba por la ducha, no valía la pena y apuraba el tiempo para ver como salía a abrir la lavandería. Camisa blanca y zapatillas, falda y chaqueta verdes los lunes, azul, los martes; granate, los miércoles; gris, los jueves; morado, los viernes; negro, los sábados y negro con línea blanca, los domingos. Medias negras que no mostraban ni un atisbo de piel, cabello mojado y recogido en un moño y abrigo gris hasta las rodillas que cepillaba diariamente y colgaba en un galán, la terminar el día. 




La casa era parecida a la de las hermanas, aunque ahora tenía una habitación propia. Las mañanas las pasaba limpiando el gallinero, contemplando a los pollitos que se arremolinaban a sus pies picando el grano, haciendo recados y visitando a los inmóviles, con los que pasaba mucho rato antes de la visita oficial a la lavandería y que , a pesar del cristal que los separaba, escuchaba perfectamente. Aprendió a subirse a los árboles y, todas las noches, esperaba a la vieja para contar las frutas y sumarlas a las del día anterior. Debía dejar seis naranjas sobre la mesa, las más hermosas. Apartaba las abiertas y deformes para mermeladas y las sobrantes se repartían en dos cajas en las que se leía "alcalde" y "casa consistorial". Todos los martes, a las 10 en punto, la criada del alcalde aparecía en un carromato conducido por un mozo. Bajaban, el mozo cargaba las cajas y la asistenta rubricaba un papel que la vieja guardaba en un cajón. Era una operación automática, sin miradas ni palabras, tan sencilla que llegó el día en que Jensen se encargó de recibirlos.
Algunos domingos, mientras sonaban las campanas de la iglesia, la vieja degollaba a la gallina más vieja, hervía agua en la perola más grande y en ella  la introducía para que el niño la desplumara. Las plumas se hervían y guardaban en bolsas para luego formar parte de alguna almohada o colcha intercambiada, a su vez, por ropa, comida o semillas.
En ocasiones le dictaba la compra que traería al día siguiente (azúcar, leche, semillas de zanahorias y maíz), le enseñaba a contar las monedas y dónde debía comprarlos (como si lo necesitara). El maíz lo compraba cerca de la casa de las hermanas, a una manzana de la vieja, donde siempre le hacían esperar y por tanto, la última tienda en visitar.  Aquella tarde se paseó por lo que fue su primer hogar, convertido en un montón de cascotes malolientes. Llegó hasta la cocina y, en la única pared que quedaba en pie, volvió a recorrer con la mirada las líneas de los pocos azulejos que quedaban y reconoció las caras de los desconchados. Sacó algunas semillas de zanahoria y dibujó algo parecido a su nuevo jardín y cuando el viento lo borró volvió a la realidad. Seguía apestando. Al llegar a casa colocó cada cosa en su lugar y, guardando cajas, descubrió otra con fotos de una joven en lugares desconocidos. Hoy no visitará a nadie, prefiere a estos nuevos inmóviles. 
Sonríe al verse tan joven, tan libre, cuando todavía olía a viento y a sal, cuando llevaba el pelo suelto y se ponía lo primero que encontraba, cuando el mundo se le hacía pequeño y, en su ruta hacia ningún lugar, encontró otra vida. Creyó que sería por poco tiempo, no tenía prisa, hasta que llegaron los compromisos, los hijos... En la habitación de al lado se soltó de nuevo el pelo, se puso el mismo vestido de la foto y descalza, se reunió con Jensen que miraba y remiraba, ya no era tan vieja. Durante la cena le habló de la costa, donde había nacido, de los barcos y la gente de mar. Hablaron durante horas hasta que, a las 10 en punto, Jensen abrió la puerta.
El viento golpeaba las ramas aquella noche, parecían espadas blandidas por  piratas protegiendo su tesoro. Soñaba con pescas de altura acompañado por los inmóviles y la vieja al timón, turbados por losllantos de una mujer. Con la puerta entreabierta vio a la criada del alcalde llorando y acusando a la vieja. -"Yo me encargo", le respondió ella, mientras acercaba un pañuelo a la criada que se fue golpeando la puerta. La mañana siguiente transcurrió más seria y callada, como las siguientes y las noches las pasaba en la cocina revisando los pedidos pieza por pieza. Semana a semana menguaban sus fuerzas, obligando a Jensen a hacerse cargo de animales, compras, recogida de fruta y cerrado y apertura de la lavandería. No dejaba que tocase la fruta una vez recogida, excepto las seis naranjas de la mesa que ella ni probaba, tocando y recontando hasta la extenuación hasta que le hizo prometer que, cuando ya no estuviese, vaciaría el cajón de los sobres y partiría a ver el mar.
Sentado en la muralla, observa al párroco, al alcalde y los vecinos mientras la pala se hunde en la tierra que la cubrirá por completo. Allí esperará al inicio oficial del invierno, cuando la niebla cubre el valle. Una niebla que no desaparecerá hasta que el viento siberiano traiga consigo la nieve.

martes, 10 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 2: Crece




Paralizada quedó La otra, al abrir la puerta. A punto estuvo de pisarlo al salir para ver quien llamaba con tanta intensidad. Ni una palabra, ni un gesto, solo la cabeza baja y los ojos fijos en la estampita de la Virgen de los Desamparados que nadaba sobre las mantas. Se abrazó a su mantilla agujereada para protegerse de las gotas que le mojaban los pies hasta que Esa llegó a su lado. Patearon el cesto hacia el interior cuando, al levantar una de las telas, escucharon el gorgojeo como el que hacen los gatos cuando se ahogan. Pensaron llamar a la policía pero, La otra, estaba segura de haber visto al párroco corriendo calle abajo y por lo tanto, el responsable del paquete. Tal vez, el niño, era fruto de sus devaneos con la criada del alcalde, también ellas habían escuchado los rumores, o quizás era el hijo del mismo alcalde. El párroco conocía la lealtad que su padre le profesaba. Sería su último secreto, si, seguro que era algo de eso, seguro. Ninguna de las dos sabía qué hacer con aquello, ni ganas, ni medios, ni lugar donde meterlo. Mientras el viejo pocero trabajaba las hermanas ocupaban el sofá y luego, cuando fue hospitalizado, "Esa" se quedó su habitación insinuando algunos dolores reumáticos imaginarios. La decisión no tardó en llegar, tras aquella noche de llantos, vómitos y heces líquidas, la cocina era el lugar adecuado para dejarlo. 
Durante los primeros años nadie tuvo noticias. Cuando las vecinas se cruzaban con alguna de las hermanas la tentación de saber acuciaba, pero conociendo como se las gastaban cualquiera de ellas, era mejor preguntar al frutero, al carnicero, al doctor o a las vecinas cuyas casas colindaban con aquella cochambre. Parecía increíble pero ni alcalde, ni párroco sabían nada. En el camposanto no había novedad desde el entierro del pobre Pancracio, al menos, eso, era tranquilizador.
La mañana anterior a todos los santos del cuarto año, vieron a La otra con un pequeño de la mano, en nada se parecía a ellas ya que tenía el pelo rubio y la piel blanca. Iba limpio y parecía bien alimentado, seguro que había salido al padre, por suerte. La actividad del pueblo se paralizó para ver cómo se dirigían hacia la lavandería. Jamás, en todos los años que llevaba abierto aquel local, habían visto a ninguna de las dos acercarse allí, lavaban en el río, como las antiguas. Como si el padre no hubiese dejado un buen dinero para mantenerlas... Aquella mañana, la criada del alcalde recogía la colada y fue testigo de como Esa, La otra y el niño se plantaban frente a la máquina más cercana a la puerta. -"De ahí saliste tú", decía Esa. -"Por eso olías tan bien", apostillaba La otra, mientras leía los carteles: Solo lavado: 2€, lavado y secado: 4€, lavado y secado especial: 7€. Aunque la vio por primera vez y pese a su corta edad  estaba seguro que la suya era la del lavado especial, era la más grande y reluciente. Realmente era preciosa, su madre. 

                                        


Aquel día,  también descubrió que existían otras personas como ellos. Nunca había salido de aquella casa, sus días transcurrían bajo la mesa escuchando como bullía el agua o siguiendo con los ojos el diseño de los azulejos de la pared. Había encontrado caras entre los desconchados y, con las migas que caían, hacía dibujos. El ronquido del grifo, los ratones subiendo y bajando o alguna vez la radio, eran los sonidos de su vida ya que, Esa y La otra, no eran dadas al parloteo y le tenían prohibido salir de aquel cuarto. Entendía las palabras aunque no las usaba más que lo necesario, pronto aprendió que al pedir, llorar o hacer ruido obtenía un buen sopapo. Allí abajo, cubierto por el mantel polvoriento y raído, se sentía a salvo. Tras conocer a su madre la curiosidad le encontró y, cuando nadie le veía, subía a la mesa para mirar a través de la ventana. Descubrió personas con faldas y bolsas, con faldas y sombreros, con faldas y moños, pero ninguna como su madre (ninguna como la suya). Algunas noches, cuando estaba inquieto, saltaba por la ventana y se acercaba a verla tras la verja. Eran curiosas sus facciones y deseaba escucharla pero, mientras esperaba que llegase ese día, se conformaba con la foto del papel. Una mañana, al llegar de una de sus excursiones, se encontró con el médico que venía a llevarse a Esa -"necesita una operación urgentemente", dijo y con ellos dos también se fue La otra. ¡Por fin, la casa para él solo!. Se sentó en el sofá y entró en la habitación a rebuscar la comida que escondían en los cajones. Cuando se aburrió salió a la calle para ver a su madre, cruzándose con faldas con gorro, faldas con bolso, faldas y pantalones... que no hacían nada más que caminar. Se distrajo siguiendo a unos y otros que escogía según el color de sus ropas o el olor que desprendían... Le miraban igual que las hermanas al echarle de comer y decidió dar cierta distancia a sus víctimas, parándose y mirando hacia otro lado. Siguiendo a dos pantalones se encontró ante el mayor descubrimiento hasta aquel momento: Seres inmóviles tras una ventana gigante y de la que salía un olor buenísimo. El bullicio le aturdía, una multitud caminando en círculos con los brazos llenos de ropa que cambiaban al salir de aquel cuarto. Después de mudar todo su atuendo recorrió el centro comercial buscando aquel olor hipnótico. Decenas de barras de pan caliente expuestas en un mostrador al que corrió antes que aquella hambrienta marabunta las hiciera desaparecer. Mientras pellizcaba su barra se acercó a la que le daba queso cortado, la que cantaba la bondad del lomo, las bolsas de leche... para terminar sentado a los pies de uno de aquellos seres inmóviles que le sonreían. Al salir comenzaba a anochecer y se apresuró para ver a su madre, con algo de suerte podría escucharla. Se sentó frente a ella, mirándola fijamente hasta que una vieja con zapatillas y falda a juego, antes de cerrar, le acompañó en su contemplación.
Los días se repetían, se tiraba en la cama de Esa y se levantaba para reunirse con los inmóviles y al anochecer iba ver a su madre hasta que cerraban. El centro comercial era un lugar agradable, caliente y además no tenía que rebuscar en los cajones para encontrar comida. Le molestaba el ruido que producían los caminantes en círculos, pero encontró como esquivarlos. Bajó a buscar pan y aquellos lomos y quesos tan buenos, abrió una lata de refresco y se fue al baño. Había un secador eléctrico y jabón con olor a manzana y sebo, allí apenas había gente y podía comer con tranquilidad. Se miraba en el espejo pensando en lo diferente que era de ella y lo mucho que se parecía a los inmóviles, "a lo mejor se han confundido", pensó, "a lo mejor soy uno de ellos y me dejaron allí para limpiarme". Después de lavarse y atusarse el pelo, guardó su lata en el bolsillo y salió. El pitido de aquella máquina abalanzó contra él al tipo más gordo del local, que le gritaba y preguntaba por su madre. - "Mi madre es la lavadora del lavado especial, la de 7€, pregunte a cualquiera, todos lo saben". 

jueves, 5 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap.1: Nace


 A los malvados los mata su propia maldad; los que odian serán castigado. Pero el    señor salva la vida a sus siervos. ¡No serán castigados los que en Él confían!. Salmo 34. 


En pleno centro de Italia, donde la cremallera se atasca con el gemelo, se encuentra Chefessa, una villa entre la modernidad y la tradición. Un pueblo interior tranquilo y próspero gracias al turismo religioso/familiar que proporciona la reserva natural que circunda sus límites. Salpicada por múltiples ermitas, una concatedral y una gran casa consistorial en lo alto de la loma y, en gran medida, responsable del nombramiento de la reserva, es lugar de descanso para la curia. Por su valor ecológico ni alcantarillado, ni carreteras pueden acercarse a sus instalaciones por lo que, el obispado, decidió construir un helipuerto.
Es una de esas noches pesadas llenas de mosquitos, sudor y gatos en celo. Noches de descanso nulo en el que uno se mete en casa porque no hay nada mejor que hacer. Los maullidos de aquella maldita gata la han despertado: "Parece un niño llorando, así se la lleve el diablo". Con unas chancletas, un vestido fino y la cesta de la colada, clapclapea por una calle repleta de murmullos que, saliendo desde las ventanas reverberan entre paredes y aceras vacías. Fue una colada a las 5 de la madrugada, nadie se explica por qué pero esa noche, la lavandería, permanecía abierta. Se encontraba inusualmente sucia: Botellas, bolsas, papel de aluminio, fruta, cubiertos y varios charcos de un líquido oscuro que apestaba y hacía las delicias de abejas y mosquitos. Después de vadear el suelo escoge la lavadora más apartada y espera a que termine el programa corto. Por lo menos se está más fresco que en casa y por la mañana podrá remolonear un poco. Aunque el nauseabundo olor dulzón y acre se había mitigado, todavía mareaba. Con el entrar y salir a coger agua de la fuente consigue escucharlo. Es la lavadora más pringosa y teme abrir la puerta. Grita a una pareja que pasea por la calle, repitiéndolo dos veces más, hasta que comienzan a salir algunos vecinos a las ventanas. Pronto, la calle se llena de curiosos que no saben qué ocurre, a la gran mayoría ni les importa pero han acudido puede que atraídos por los gritos o simplemente por salir del horno en que se habían convertido sus habitaciones. Ante la algarabía, el sonido procedente de la lavadora cesa hasta que la vieja con zapatillas y falda a juego se hace paso entre la muchedumbre, retira a los curiosos para tener campo de acción y consigue que la temerosa lavandera articule palabra. Con las piernas entreabiertas y suavidad cirujana accede al seno sanguinolento del que, después de varios movimientos, saca un rechoncho y somnoliento bebé. El pueblo decide el nombre de Jensen, en honor al vientre  del que surgió y, después de comprobar su perfecto estado de salud, las autoridades, se dedican a buscar una familia.




En las ciudades pequeñas las noticias vuelan, se desarrollan y, antes que el interesado toque suelo, todo el mundo conoce la solución al problema. Así ocurrió con "el hijo de la lavadora", la familia más acorde para encasquetar al "acontecimiento" fueron dos hermanas: "Esa" y "La otra", hijas de un pocero y conocidas por denunciar, años atrás, la desaparición de la menor "La perdida". La policía no encontró indicios de asesinato o secuestro y decidió esperar a que apareciese de nuevo. El nacimiento de Jensen fue el resultado lógico, aquel alumbramiento, sin duda, coincidía con el modus operandi de "La perdida", abandonándolo de aquella manera para volver a desaparecer. 
Quizás el hedor que circundaba la vivienda o la poca sensibilidad que demostraron más adelante, tuvieron algo que ver con el rechazo vecinal a aquella familia. Todos estaban de acuerdo en la bondad y buena predisposición de Pancracio, al que una mujer casquivana y digámoslo claro, sucia, abandonó por un vendedor ambulante, dejándole tres hijas herederas de sus malas maneras. Pancracio, el pocero, gozaba de las instalaciones de la casa consistorial una vez al mes. Comía, vaciaba la fosa séptica y , después de un buen baño de espuma, reparaba luces o apretaba algún grifo. Fue el diablo quien hizo que dos días antes de acudir al vaciado de la santa pila, una furgoneta de correos se desplomase por el foso que limpiaba. Tardó tres horas en aparecer un voluntario que bajase a la inmundicia para envolver al buen pocero y transportarlo en ambulancia al hospital. Tras 6 horas de operaciones, transfusiones y oraciones por su alma "Esa" decidió trasladarlo a otro hospital en contra de la opinión del alcalde, el obispo y la ciudadanía en general, donde se repone de dos pequeñas deficiencias en el habla y el aparato locomotor. La falta de responsabilidad de aquella mujer obligó al obispado a negociar con la veintena de poceros que doblaban y hasta triplicaban el presupuesto de Pancracio, dios lo tenga en su gloria. Después de un mes de arduas negociaciones y una cura de descanso de la conferencia episcopal, el Señor escuchó las plegarias de sus representantes en la tierra, anegando las tierras bajas con un río de santa pestilencia y ahorrando a las arcas eclesiásticas el pago del abuso del que iban a ser objeto. Fue el mayor desastre ecológico de la comarca, siendo noticia nacional para mayor vergüenza de todos. Aquella maldita mujer, aquella bruja engreída y tozuda privó, al buen pocero, de hacer aquello para lo que estaba llamado, el vaciado de la divina cloaca. El ayuntamiento se vio obligado a crear un impuesto especial para la limpieza y entre colectas y donativos para las reparaciones, la casa consistorial tuvo su conexión al alcantarillado y Chefessa volvió a su esplendor de siempre, aunque "Esa" y "La otra" quedaron marcadas por su insensibilidad y no aportar ni un euro para reparar lo provocado.
Sin voluntarios para tamaña tarea, el párroco sacrificó su integridad al ser obligado a llevar a Jensen y la correspondiente canastilla con todo lo necesario para un mes: pañales, leche, biberones, una manta y una estampita de la Virgen de los Desamparados que lo protegiese de sus cuidadoras. Llamó a la puerta en repetidas ocasiones sin recibir respuestas pero reconoció, en la lluvia repentina, la señal que el Gran Hacedor siempre muestra a los justos. La terquedad de aquellas mujeres era desesperante así que, tras aporrear la puerta por última vez, lo soltó allí mismo, al fin y al cabo eran su familia... los designios del Señor son inescrutables. 

jueves, 15 de enero de 2015

La virtuosa.




Cuadro de Nikolay Boskhin
 Hacía tiempo que no la escuchaba. Esa tos que sale de lo más profundo de las entrañas, esa tos a dos tiempos acompañada del aullido final. La tos preocupante que me despierta a diario, como si fuese un reloj y que dice que es tos de estibador portuario. A estas horas de la madrugada huele a pan. La panadería del barrio  despierta y vende sus olores a lo largo de la ciudad. Veo a Ángel, el vecino con camiseta y pantalón corto y un escalofrío me estremece. "O lo mata el tabaco o una neumonía". El asfalto centellea entre luces y rocío pero la idea de pan caliente me lleva frente a una verja que no se abrirá hasta dentro de dos horas. Ángel me llama desde la cafetería  y, aunque me resisto, su sapiencia horaria de los repartidores me sienta en una mesa con dos cafés y un copazo de pacharán. Ni un atisbo de vida inteligente. Mientras el dueño me sirve un colacao, las noticias se cuelan en la conversación, pasando a la mili y terminando con la infancia de Ángel. Hijo y nieto de guardia civiles y ahora, que el temor ha desaparecido, nombra por primera vez. El padre muere joven, en servicio y los tres hermanos conocen a una abuela que viene a sustituir a la madre enferma. Jamás la han visto aunque sí escuchado las historias sobre lo muy virtuosa que es Mercedes. La madre alababa la virtud de su suegra que, pese a la soltería y su doble maternidad nadie en el pueblo, ni en el cuerpo afeó jamás el gesto o maldijo su nombre y todos, sin excepción, alabaron la suerte del abuelo. El fallecimiento de la enferma al poco tiempo y la independencia de los dos mayores, que ya trabajan, dejan a Ángel con una abuela que le contará, por fin, la parte de la historia que faltaba.
Cántabra de nacimiento y como única familia su padre, aprendió el manejo de los naipes de mano de un marinero inglés que llegó con un naufragio y se quedó a vivir en el pueblo. Compañero de chapuzas del viudo y que, en los ratos de taberna, enseñaba a jugar al paisanaje. El padre adoraba aquel juego pero, por eso de no pasear a la niña a esas horas de la noche, reunía a los amigos en casa. Entre copas de orujo, humo de tabaco y cierta camaradería aprendió la pequeña Mercedes a farolear y, sentada en las piernas del inglés, el significado de una buena mano entre sus piernas. Se jugaban las pocas pertenencias que había: azadas, leche, pan, cupones de comida, zapatos, alguna manta... hasta que la muchacha tuvo edad  suficiente y el inglés la ganó con una pareja de doses. Aquella épica partida quedó impresa en la leyenda del pueblo y, a día de hoy, puedes encontrar a mayores que la narran con todo lujo de detalles incluso, alguno, jura que la vivió en primera persona. El inglés no solo ganó una mujer sino la casa y un compañero de juerga. Todos salieron ganando en aquella partida ya que, la vida de Mercedes se  convirtió en abundante. Abundancia en juergas, víveres y ajuares, hasta el punto de hacerse con más camas, sábanas, pucheros y aperos de labranza de los necesarios, transformando, así, los excedentes de la suerte en un puesto en el mercado de los martes. Las mujeres recelaban en recomprar aquello usurpado la semana anterior, y comenzó a imitar a aquellas de las que le había hablado el inglés, asesorando en amores, salud o dinero y, con el pago, devolver la tartera o el colchón de lana. Tal fue el éxito de la empresa que comenzaron a agolparse, la mañana siguiente de la partida, ante la nueva puerta (esta jamás fue devuelta), con la excusa de recuperar lo perdido. Pronto aprendió los secretos que el tarot desvelaba y así, la fuerza del bebedizo para el amor o el saber que pronto llegaría una herencia, la cataplasma para el reuma o el remedio para que las vacas dieran más leche, se hizo igual de imprescindible para ellas como las reuniones nocturnas para ellos. El tarot desvelaba cualquier advenimiento maligno y conocer lo que los hados tramaban renovaba los ánimos de sufridas esposas, que llegaron a ver como positivo el menoscabo que el póker provocaba en sus maltrechos hogares. La noche que nació el primer hijo, nació también la primera partida de la casa cuartel. Mientras Mercedes era atendida por las vecinas en casa, padre y compañero atendían a la benemérita en aquella buena nueva. Nadie volvió a verlos. Ni abuelo, ni padre de la criatura volvieron a pisar aquella casa para recoger ropa, despedirse o dar explicaciones. Corrieron rumores de que los vieron embarcar aquella misma noche, que la guardia civil los descubrió haciendo trampas, que habían huido por que el sargento les había desplumado... Se los había tragado la tierra y quizá, fue mejor así.


Aquello provocó la mudanza de las reuniones nocturnas y aunque, la joven madre, mantuvo prestigio y videncia en horario de 9 a 5, ya nadie devolvía los cerdos, zapatos o enaguas. La merma de ingresos y su habilidad como tahúr la convenció de lo que las parroquianas le solicitaban desde hacía meses. La noche del 13 de marzo está inscrita en la casa cuartel como la primera, que no la última, en que una mujer despojase a la jefatura del cuerpo de sueldos, camisas, víveres y enseres. También la que fraguó el apodo y la leyenda pues, de 9 a 5, retornaba a las clientas los objetos reclamados. Martes y viernes, ineludibles. A sangre y fuego, nada finalizaba hasta que no quedase un único ganador, prohibido abandonar la mesa a medias, todo o nada. Cuando las manos no acompañaban "la virtuosa" pagaba con sexo para que, aquel  admirado sacrificio, no deteriorase sus ingresos. Cuando esto ocurría, los lugareños la veían caminar cabizbaja, repasando las jugadas que la habían vencido. Así nació su segundo hijo, Amador. El hijo de la virtud, del sacrificio, el hijo del cuerpo, el hijo de una mala mano. Amador trajo bajo el brazo el incremento de la reputación de su madre y el número de solicitudes de traslados a la casa cuartel. La solidaridad por el bienestar de aquel pequeño y perdido pueblo cántabro era conmovedora. Fue el caso de un joven cabo que, en las ocho semanas que participó, no ganó ni una sola mano. Ayudante personal del capitán, fue encargado del cuidado de los hijos de Mercedes en el cuartel y escoltarlos, posteriormente, a su domicilio. 
De aquel día poco se habla, porque el capitán había prohibido el juego a su ayudante, sin embargo, aquella última vez, mantuvo un mano a mano con varios contendientes acabando con todos ellos. Solo fueron ellos, Mercedes y el cabo, quienes pasaban, pedían carta y apostaban y, como antaño, "la virtuosa" ganó un hombre y un padre para sus hijos. Dicen los más viejos del lugar que la alegría llevó a la decepción cuando el cabo regresó al cuartel de Galdakao, al que luego perteneció el padre de Ángel, Amador.
Durante los primeros años de convivencia de Ángel y Mercedes, la virtuosa, retomó las videncias de 9 a 5 que pagaban facturas, compraban comida y, cuando la noche se daba bien, caían algún par de zapatos, camisas nuevas o abrigo y bufanda para el invierno. La abuela lo animaba a estudiar y abandonar la herencia de una muerte prematura. Él debía encargarse de finalizar con aquella maldición, aunque estudiar no era lo suyo. A sus 17 años abría habitualmente el baúl donde la mujer guardaba,entre bolas de naftalina, los uniformes de sus hombres, incluso se había probado el del tío que, parecía, tuvo sus hechuras. "La virtuosa" lo descubrió la noche anterior a su décimo octavo cumpleaños, fue tal el berrinche que desapareció hasta la mañana siguiente en la que cargó al hombro el baúl y lo quemó en el patio de atrás. Sudorosa y oliendo a humo, puso en la mano del muchacho la tarjeta de visita: Ramón Igarabide - capataz portuario.